En el camino a Jericó (fragmento)
de S. Yizhar
Durante toda la noche pelearon casi a ciegas. Sólo por la
mañana, cuando después de numerosos y sangrientos enfrentamientos cuerpo a
cuerpo, sin apoyo ni directivas, lograron silenciar el intenso fuego jordano,
descubrieron una callejuela que conducía al Museo Rockefeller. Allí se
refugiaron los poco que habían quedado en pie, junto con los que habían llegado
de otras compañías, abatidos todos por el agotamiento. La historia acerca del
Monte del Templo les llegó más tarde, en una versión confusa.
Como ya dijera, sólo posteriormente me enteré de todo esto.
Cuando llegué a la Comandancia en Binienei Haumá, en Jerusalém, tratando de esclarecer por intermedio
de viejos amigos qué, cómo y dónde, los encontré a todos embriagados por la
victoria. La guerra estaba en su apogeo, todos se hallaban exhaustos, sin
dormir, conmocionados e incrédulos frente al milagro, y nadie disponía de
tiempo ni de paciencia para atender a un civil que venía a importunarlos con
preguntas. Pero finalmente una migo mío, más calmo, me indicó que para
conseguir la información debía dirigirme a Jericó.
Aunque todavía ignoraba todo lo que acabo de relatar, sentía
cierta opresión que empañaba la euforia del reciente triunfo. Ni siquiera podía
imaginar entonces que después de esa noche terrible, mi paracaidista atlético y
amante de la aventura no querría regresar a Jerusalén por muchos años. Y que
cuando todos entonaran conmovidos “Jerusalén de oro”, él ocultaría las lágrimas
que hasta ese momento le eran extrañas y se rehusaría a participar de cualquier
festejo.
Hoy en día existen seguramente toda clase de explicaciones
para justificar por qué ese combate en las calles se desarrolló de tal manera.
El tiempo fue borrando muchos interrogantes perturbadores y se aceptó la
versión oficial acerca de cómo y por qué sucedió aquello. Y después de todo fue
una victoria, y el Monte del Templo está en nuestras manos.
El camino hacia Jericó era un escenario en el cual el drama
no había concluido y el telón aún no había descendido.
A los costados de la carretera, frente a Gat Shemanim, se veía una hilera de
automóviles particulares medio aplastados por las orugas de los tanques, sin
que se supiera exactamente por qué.
Acá y allá se oían todavía algunos disparos. El Muro y la
cúpula dorada del Domo de la Roca
aún no habían vuelto la hoja del calendario, y todo poseía la intensidad
increíble de lo inesperado, como cuando se sabe que se ha producido un
terremoto, pero todavía no se alcanza a comprender lo ocurrido en toda su
dimensión. Y en el tramo siguiente ya comenzaron a verse, a ambos lados del
camino, las columnas de los que venían huyendo.
¿Quién no sabe lo que son las caravanas de refugiados? ¿En
qué lugar del mundo no se los ha visto, arrastrándose y transportando sus
enseres, mujeres y niños, presos de un temor desconocido, y toda clase de
impedidos sacados a la carrera, montados sobre burros, como si esto fuera
ineludible y no hubiese otra opción, porque la rueda de la fortuna se invirtió
y repentinamente te has transformado en un refugiado? Familias enteras se
desplazan tratando de preservar lo más preciado, desorientados y sin esperanza,
como hileras de hormigas oscuras, entre las que asoma de tanto en tanto una
pañoleta blanca de mujer. El descalabro acaba de producirse y ya es una
realidad, y cómo es posible.
A lo largo del camino se iban juntando más y más, a ambos
lados de la ruta, en un silencio infinito, anonadados como si hubieran caído de
un décimo piso, la mirada gacha, vacíos. Y el día avanzaba junto con la
canícula.
En un cruce estaban parados dos soldados armados, vestidos
con uniformes gastados de reservistas, que pedían ser transportados. También
ellos se dirigían a Jericó en busca de su unidad, a la que habían perdido de
vista. Yo lo había olvidado y ellos me recordaron que era conveniente viajar
protegido. ¿Frente a quién? La derrota y la rendición eran visibles por
doquier, y sólo las caravanas de gente con burros y bicicletas, y los míseros
bienes que intentaban salvar, se arrastraban golpeados por la desgracia como
por un mazazo, y el calor se hacía agobiante y enceguecedor.
Arribamos a Jericó y rápidamente nos enteramos de que los
paracaidistas nunca habían estado allí, y nadie sabía dónde se hallaban. Pero
las poincianas habían florecido a la
entrada de Jericó, cubriéndose de un rojo exuberante e increíble. Los dos
soldados maltrechos que venían conmigo tampoco encontraron allí su unidad y
nadie sabía nada, y en realidad, tampoco les interesaba. Jericó estaba fuera
del radio de acción, fuera de la gran liberación y de los días del Mesías.
Hacía el calor que suele hacer en Jericó. Delante de los soldados apostados
junto a la barrera había una formación de botellas de color con bebidas,
provenientes de alguna despensa que ya no pertenecía a nadie.
El automóvil hervía. le echamos agua con un bidón y llenamos
otro, por si la sed volvía a acosarlo en el camino a Jerusalem. Todo estaba
abrasado por el calor y librado a la ventura. Los dos soldados que habíamos
recogido se acomodaron y comenzamos a ascender en medio de la polvareda
blanquecina, por la carretera estrecha y empinada, cuyo asfalto ya comenzaba a
derretirse. Pero cuando alcanzamos cierta altura, divisamos algo que nos hizo
detener...
*****
Yizhar Smilansky
(verdadero nombre de S. Yizhar) nació en 1916 en Rejovot, entonces una colonia
agrícola transformada mas tarde en ciudad.
Desde 1948 hasta 1967 fue miembro del Parlamento israelí.
Fue profesor de literatura en distintas instituciones del país y en la Universidad de Tel
Aviv. Ha recibido numerosos premios literarios.
En su obra se reflejan aspectos de la vida en Israel antes y
después de la creación del Estado. Sus personajes son los pioneros, soldados,
granjeros y todos aquellos a quienes les tocó participar en esa epopeya
histórica.
Amos Oz dijo de él: “Hay algo de Yizhar en cada autor que
surgió después de él”.
Fue uno de los primeros autores que abordó en su literatura
la problemática de las relaciones entre israelíes y árabes.
El fragmento que aquí se reprodujo está incluido en la antología
de cuentos israelíes: Lengua de tierra,
editada por Adriana Hidalgo, Bs. As.,
2002.
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