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viernes, 1 de noviembre de 2013

Misceláneas judías para la pausa del Sábado

28 de Jeshvan de 5774

Ministerio de Casos Especiales ( Primera parte, capitulo 1)
de Nathan Englander
Los judíos se dan sepultura tal como viven: amontonados, invadiendo el espacio ajeno. Las lápidas apretujadas, los cadáveres enterrados codo con codo, cabeza con pie. Kadish llevó a Pato entre las hileras irregulares sobre el suelo irregular del lado de Socorros Mutuos. Cubrió con la mano el foco de la linterna para atenuar la luz. Sus dedos brillaron anaranjados, rojos en los intersticios, cuando pasó el puño por la piedra.
Estaban buscando la tumba de Hezzi Doble Filo y no tardaron mucho en encontrarla. Su parcela era un montículo definido. La lápida estaba inclinada hacia atrás. Kadish tuvo la impresión de que el viejo había intentado salir arañando la tierra. También parecía que, de haber esperado otro invierno, la hija de Doble Filo no habría tenido necesidad de contratar a Kadish Poznan.
El mármol, había descubierto Kadish, se trabaja no por su dureza, sino por su porosidad. Como ocurría con el resto de los mármoles en el cementerio de la Sociedad de Socorros Mutuos, la lápida de Hezzi estaba picada y cuarteada, y las letras estaban borrosas. En su mayoría eran de granito. Si la naturaleza y la contaminación no hacían su tarea, los vándalos locales ya se encargarían. En el pasado Kadish había borrado esvásticas a fuerza de estropajo y reparado con cemento las piedras rotas. Comprobó la firmeza de la que cubría la tumba de Doble Filo.
—Como mover una muela floja —dijo—. No sé por qué nos tomamos la molestia... dentro de poco no quedará rastro de este lugar.
Pero Kadish y Pato sabían por qué se tomaban la molestia. Comprendían muy bien por qué las familias recurrían a ellos con tanta urgencia ahora. Era 1976 en Argentina. Vivían en la incertidumbre, acechados por el caos. Buenos Aires había padecido olas de secuestros y rescates. Imperaba el terror y el asesinato estaba a la orden del día. No era tiempo para sobresalir del montón, ni para los gentiles ni para los judíos. Y casi todos los judíos sentían que, por el solo hecho de ser judíos, ya se diferenciaban bastante.
Los clientes de Kadish eran los que tenían algo que perder: el sector respetable y exitoso de la comunidad cuyo pasado familiar no era intachable. En épocas menos convulsas se habían limitado a ignorar y negar. Cuando el último de la generación de Socorros Mutuos se marchó en silencio, cuando todas las parcelas de ese lado estuvieron ocupadas, los descendientes esperaron lo que consideraron un tiempo decente para un grupo indecente, y sellaron el cementerio para siempre.

Cuando Kadish quiso visitar la tumba de su madre y encontró la puerta cerrada, fue a pedirles la llave a los otros hijos de Socorros Mutuos. Ellos negaron toda participación en el hecho. Incluso los sorprendió enterarse de la existencia del cementerio. Y cuando Kadish les recordó que sus propios padres estaban enterrados allí, se mostraron igualmente incapaces de recordar los nombres de sus progenitores.
Por dura que fuera la posición que habían tomado, nacía de una terrible vergüenza.
La Sociedad de Socorros Mutuos no solo fue un escándalo para la ciudad; en el pináculo de su gloria, en la década de 1920, fue una desgracia inconmensurable para todos los judíos argentinos. ¿Cuál de sus detractores no disfrutó al ver en el diario matutino la foto de un rufián esposado, de un caftán en hilera? ¿Quién no sintió justificado su oprobio al ver a los famosos proxenetas judíos de Buenos Aires acompañados por sus putas judías de labios carnosos? Pero ya hacía mucho tiempo de aquello en 1950, cuando Kadish se descubrió encerrado del lado de afuera del cementerio. Para entonces, la terrible industria llevaba más de veinte años clausurada como negocio judío. Los edificios que pertenecían a la Sociedad de Socorros Mutuos habían sido vendidos, la guarida de los proxenetas abandonada. Sin embargo, había una sola posesión que no podía caer en desuso. Sí en la falta de arreglos. Y también en la desidia y el abandono. Pero, a la manera de una adivinanza, ¿cuál es la única cosa construida por el hombre cuyo uso está garantizado a perpetuidad? Algo que los muertos usan para siempre: el cementerio.
Ese cementerio era también la única institución establecida por los proxenetas y las prostitutas de origen judío de Buenos Aires construida con una concesión de los judíos honrados. Aunque tenían el corazón de piedra para todo lo que estuviera relacionado con los judíos de Socorros Mutuos, no podían darles la espalda en la muerte. La comisión directiva de las noveles Congregaciones Judías Unidas en Argentina fue convocada y se llegó a un atolladero. Ningún judío tendría que ser enterrado como un gentil, Dios los ayude. Pero los judíos decentes de Buenos Aires tampoco tendrían que yacer entre prostitutas. Compartieron su inquietud con José Talmud, quien, como líder de Socorros Mutuos, ocupaba la cabecera de su propia comisión directiva.
—Se acuestan con ellas cuando están vivas —sentenció José—, ¿por qué no acurrucarse en sus brazos cuando están muertas?
Finalmente se llegó a un acuerdo. Se construiría, hacia el fondo del terreno, un muro idéntico al que rodeaba la necrópolis, delimitando así un segundo cementerio que en realidad sería parte del primero: técnica pero no halájicamente, que es como los judíos resuelven todos los problemas que se les presentan.
El muro existente tenía dos metros escasos de altura, una barrera funcional destinada a proteger un espacio sagrado. La instalación de un cementerio judío en una ciudad obsesionada con sus muertos había indicado un nivel de aceptación con el que las Congregaciones Unidas solo se habían atrevido a soñar. Y habían querido demostrar su buena voluntad en el diseño.
Pero ser aceptados un día no significa que nos darán la bienvenida al día siguiente... y los judíos de Buenos Aires no pudieron resistir la tentación de hacer planes para épocas oscuras. De modo que sobre aquel muro modesto levantaron otros dos metros de reja de hierro forjado, cada barrote coronado por una flor de lis. Todas esas puntas y aristas a cuatro metros del suelo le dieron al muro una sensación de rechazo, un carácter desgarrapantalones y una altura imposible de escalar. Las Congregaciones Unidas se permitieron un destello de grandeza en la entrada, con columnas y coronada por una cúpula. Antes de lograr el equilibrio entre ellos, los judíos lo habían alcanzado con el mundo exterior.
Dos grupos de miembros de comisiones directivas se encontraban de pie observando la construcción del nuevo muro. El rabino de la sinagoga occidentalizada había rehusado asistir. Era el joven rabino a la vieja usanza el que se paseaba nerviosamente, asegurándose de que ciertos estándares fueran respetados y horrorizado de encontrarse presidiendo la ceremonia.
Cuando la argamasa se secó, los directivos de las Congregaciones Unidas regresaron para la instalación de la reja. Se sorprendieron al ver a los proxenetas reunidos de su lado. Era un panorama que aquellos judíos honrados habían esperado no volver a ver jamás. Una hilera de afamados rufianes de Socorros Mutuos estaba frente a ellos, incluyendo al todavía robusto Hezzi Doble Filo, a Coco Burstein y a Hayim-Moshe «el Tuerto» Weiss. A las espaldas de José Talmud se erguía el muy corpulento y muy legendario Shlomo el Alfiler.
—El muro ya es lo suficientemente alto —dijo José Talmud—. La reja es un insulto innecesario.
Los judíos de las Congregaciones Unidas no pensaban que fuera un insulto; pensaban que se complementaría agradablemente con la reja que rodeaba el cementerio. Varias feas amenazas ya estaban implícitas. José no tuvo necesidad de agregar nada más. Señaló el muro y se limitó a decir:
—Esta será toda la separación.
Los judíos decentes pusieron caras largas. Miraron al rabino, pero él no pudo apoyarlos. Un sólido muro de dos metros era una separación según cualquier parámetro: bastaría para una mechitza o un sukkah o para acorralar a un buey corneador. Mientras se discutían los puntos más delicados, José Talmud hizo una seña. Un nervioso Doble Filo empezó a acercarse y Shlomo el Alfiler cerró los dedos de su mano derecha en un puño apretado como un garrote. Feigenblum, primer presidente de las Congregaciones Unidas y padre del segundo, vio la maniobra por el rabillo del ojo. Consideró que era un momento excelente para acatar la palabra del joven rabino e iniciar una rápida huida.
Los proxenetas no querían ser ciudadanos de segunda, como tampoco querían serlo sus hermanos que habían exigido la construcción del muro. Cuando tuvieron que colocar la fachada de su cementerio ordenaron una réplica —pero un metro más alta— de la gran entrada con cúpula que daba la bienvenida a los deudos del lado de las Congregaciones Unida.
Gracias a Dios, una vez más, todo llegó a buen término. José Talmud pudo morir en paz y ahorrarse ver a sus dos hijos, ambos abogados, recibiendo a Kadish en el living de sus grandes casas y negando su origen. Lo mismo ocurrió en los encuentros con la hija del Tuerto y el hijo de Henya el Mudo. Todo lo que esos hijos tenían había sido obtenido y pagado a la manera de Socorros Mutuos.
Fue Lila Finkel —de cuya madre, Bryna la Vagina, se decía que era dueña de una perspicacia incisiva y también de una concha de oro puro— quien se hizo cargo de desasnar a Kadish.
—Respirá hondo —dijo Lila. Kadish obedeció—. ¿Podés olerlo en el aire? —le preguntó.
Kadish pensó que podía.
—Así huele la buena fortuna, Poznan. Estamos en temporada de prosperidad y nunca nos había ocurrido antes, por lo menos no de esta manera.
Era el apogeo de Evita, de la liberación de los obreros, de los descamisados. Las fábricas estaban en pleno ascenso con Perón, y Lila le describió a Kadish el cuadro de la clase media ascendiendo con ellas y haciendo lugar para los judíos. Todo lo que le pedía era que se uniera a ellos y mirara hacia el futuro. No había ninguna razón para remover recuerdos desagradables y ya olvidados. Kadish no se dejaba convencer y la paciencia de Lila comenzaba a agotarse.
—Pensá un poco —dijo, dándose un golpecito seco en la sien—. ¿A quién le va mejor? —Otra adivinanza—. ¿Al hombre sin futuro o al hombre sin pasado? Por eso levantaron el muro. Para que un buen día los judíos pudieran unirse y nosotros pudiéramos entrar en el cementerio de las Congregaciones Unidas con alegría, no con tristeza, y para que todos nosotros, mirando ese muro, pudiéramos olvidar juntos lo que hay del otro lado.
Salvo que a Kadish Poznan el futuro no le parecía más brillante que el pasado. Todavía no había conocido a Liliana ni se había casado con ella, y faltaba mucho para el nacimiento de su hijo. Al no poder visitar la tumba de Favorita, su madre, Kadish no tenía absolutamente a nadie.
—¿Y qué? —dijo Lila—. En la historia de todos los pueblos hay épocas que es mejor olvidar. Esta es la nuestra, Poznan. Dejala ir.
Entre los hijos que no reconocían la existencia de sus padres había otro, aparte de Lila, que se había sentido muy molesto por lo que Kadish decía. Cuando volvió al cementerio y se agachó para entrar, Kadish descubrió que habían agregado una cadena a la puerta, hecho una soldadura al tuntún y, como última medida, usado alquitrán para tapar los agujeros de ambas cerraduras. Le dio una patada que hizo retumbar la cúpula y asustó a una paloma que salió volando de lo alto. Kadish recordó lo que Lila le había dicho y volvió al sector de las Congregaciones Unidas. Entró por la puerta siempre abierta, cruzó los cuidados senderos hasta llegar... y llegó, raspándose los zapatos contra el ladrillo al trepar el muro. Allí encaramado y contemplando el sector de Socorros Mutuos, Kadish se preguntó si alguna vez habrían levantado un muro que nadie se las hubiera ingeniado para cruzar. Aquel no era precisamente un desafío. No pretendía detener a los vivos, sino separar a los muertos.
Fue una buena solución para Kadish y, cuando se propagó el rumor, para el resto de la comunidad judía a ambos lados del muro. De tanto en tanto divisaban a Kadish trepando hacia el sector de Socorros Mutuos o dejándose caer, ya de regreso, entre las parcelas de las Congregaciones Unidas. Pero nadie se dio jamás por aludido. Capaces como eran de olvidar hasta al último muerto enterrado en ese cementerio de rufianes, no les resultó difícil sumar a uno más. A partir de entonces, fue como si no existiera. Los judíos también se olvidaron de Kadish Poznan.
Y las cosas continuaron de ese modo durante mucho, muchísimo tiempo. Así trataban a Kadish cuando se enamoró de Liliana, y cuando ella, Dios la bendiga, se enamoró de él. Los judíos de Buenos Aires hicieron lugar para ella en su olvido: no era un asunto menor, teniendo en cuenta que su familia militaba en las filas de las Congregaciones Unidas. (Lamentablemente, también sus padres se plegaron. ¿Qué se hace con una hija que insiste en casarse con el hijo de una puta? ¿Por qué Liliana se había buscado al único judío orgulloso de ser hijo de una prostituta?) Y así continuó la situación para ellos cuando Evita murió dos años más tarde, y continuaba igual cinco años después, cuando Perón fue derrocado. Las visitas de Kadish a la tumba de su madre se volvieron más frecuentes después del nacimiento de Pato. Su madre era el único eslabón inquebrantable con el pasado.
Ni siquiera el nombre de Kadish le había sido puesto por su familia; el joven rabino lo había elegido y esa amabilidad a medias era lo máximo que le habían ofrecido los judíos honestos. Enfermizo, débil y por puro instinto de supervivencia, Kadish consiguió pasar su primera semana de vida a duras penas. Su madre —una mujer creyente— pidió que llamaran al rabino a la casa de José Talmud para salvarlo. El rabino no cruzó el umbral. Parado al rayo del sol en la calle Ombú, vislumbró en el vestíbulo al bebé en brazos de Favorita. Su juicio fue instantáneo:
—Que su nombre sea Kadish para alejar al ángel de la muerte. Un truco y una bendición. Que este niño sea el que llora y no el que es llorado.
Suponiendo una paternidad ausente más allá del acto físico (y comercial), el rabino dio a Kadish el apellido que acompaña la leyenda: por Poznan sabemos que el retoño nacido de varón con prostituta no resultará bueno. Favorita repitió el nombre: Kadish Poznan. Lo alejó apenas de su cuerpo y lo dio vuelta, como si fuera a tomarle las medidas. El rabino no sonrió ni se despidió. Simplemente retrocedió hasta la alcantarilla, sintiendo que le había hecho un bien al niño. Que el nombre de Kadish lo salvara. Y si el niño era honrado, que se liberara del apellido por sus propios medios.
De haber sabido el origen de su nombre, Kadish no se habría sentido condenado. Era feliz con su familia. Creía en un futuro brillante para su hijo. Y por mucho que le crujiesen las rodillas cuando trepaba ese muro, por muy livianamente y con muy poco jadeo que intentara aterrizar, tampoco había abandonado su propia esencia. Si ella lo hubiera reconocido en los veinticinco años transcurridos, Kadish le habría dicho a Lila Finkel que en parte tenía razón. Por dura que fuese la vida, tenía sentido vivirla con un poco de esperanza. Quizá por eso Kadish nunca había necesitado a sus congéneres judíos ni ellos a él.
Ese equilibrio se mantuvo en la época de los Montoneros y el ERP Y después del derrocamiento de Onganía. Durante esas dos décadas la comunidad prosperó y alcanzó cierto estatus. Y Kadish estaba convencido de que él habría prosperado más que nadie si alguno de sus proyectos hubiera resultado.
Los judíos no sintieron gran necesidad de confiar y alegrarse cuando Perón volvió al poder. Seguramente eso no los hizo pensar en el tratamiento que le habían dado a Kadish Poznan durante todos esos años. La comunidad dio un respingo colectivo cuando, en el recibimiento de Perón, se produjo una masacre entre la multitud que había acudido a darle la bienvenida. Hubo algunos en Once y Villa Crespo que agitaron las rodillas nerviosamente durante el breve reinado de Perón, y hubo dos hermanos en dos grandes casas en Palermo que empezaron a comerse las uñas en serio cuando murió.
Perón dejó a su pueblo con una bailarina de cabaret en la Casa Rosada, incapaz de conducirlo. En esa época de gran incertidumbre y rumores ominosos, algunos afortunados empezaron a temer que los envidiosos y mal dispuestos hurgaran en el pasado. Aunque los cadáveres aumentaban, no había entierros. Fue un período definido más por lo que sacó a la luz que por cualquier otra cosa. Tantos secretos se desenterraban en Buenos Aires que cualquiera podía tropezarse con alguno por accidente. Fue entonces cuando los hijos de Socorros Mutuos reconocieron lo que Kadish había sabido desde siempre: el muro que separaba los dos cementerios no era tan alto. Tan desesperados estaban entonces por que no los vincularan con Socorros Mutuos que recurrieron al único que no había abandonado aquel oprobio. Contrataron a Kadish Poznan para que traspasara el muro. Le pagaron muy buen dinero para borrar los nombres.

Pato se agachó detrás de la lápida de Hezzi. Clavó las rodillas en la tierra y apretó el hombro contra la piedra. Merrándola por los costados, se abrazó a ella, listo para el primer golpe de Kadish. Pato ofrecía resistencia.
—Es para lo único que servís —había dicho Kadish—. Tendríamos que aprovecharlo.
Era un trabajo delicado. Kadish no quería derribar esa lápida. y a Pato le gustaba escabullirse de su padre cada vez que podía. No quería estar ahí. No quería cruzar el cementerio de las Congregaciones Unidas, no quería cargar la caja de las herramientas ni trepar el muro. No quería tomar parte en los planes ridículos, perversos y desprolijos de su padre. A sus diecinueve años, ya en la universidad, Pato estudiaba sociología e historia, cosas importantes que solo se pueden aprender en un ámbito universitario. No tenía interés en el mundo rufianesco del que provenía Kadish.
Para llegar a algún lado con semejante hijo era mejor hacer lo que hacía Kadish y considerar la presencia de Pato como un signo de aquiescencia. Kadish no esperaba mucho más. Para un muchacho que quiere dar la imagen de un tipo rudo e independiente y quiere creer, mientras está en presencia de su padre, que es un hombre que se ha hecho solo, ciertas emociones son confusas y vergonzosas. Pato intentaba mantenerlas a raya. A pesar de los numerosos rasgos de carácter que no podía tolerar, de los infinitos puntos de desacuerdo y de los choques cotidianos, debajo de todo aquello y desafiando toda lógica, Kadish era el padre que amaba.
—Dale —dijo Pato, empujando contra el mármol—. Pegale de una buena vez. Terminemos con esto.

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Nathan Englander (Nueva York, 1970) es un escritor 
judeo - norteamericano.
Fue seleccionado por la revista The New Yorker como uno de los "21 novelistas del siglo XXI", publicó en medios reconocidos como The Atlantic Monthly, y sus relatos se incluyeron en diversas antologías como The Best American Short Stories. En 1999 se editó la colección de relatos "Para el alivio de insoportables impulsos". Vive en Nueva York.
Ministerio de casos Especiales (Mondadori, 2009) se encuentra disponible en nuestra Biblioteca.

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