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viernes, 21 de diciembre de 2012

Misceláneas judías para la pausa del Sábado

8 de Tevet de 5773
Las cartas que no llegaron (fragmento)
de Mauricio Rosencof

No puedo precisar con exactitud qué día conocí a mis padres y si pude —al menos—darme cuenta, en ese momento, de la significación que tal acontecimiento iba a tener en mi vida. Pero recuerdo —eso sí— que cuando vi a mamá por primera vez, mamá estaba en el patio. El patio era un espacio enorme que con los años se fue encogiendo. Pero entonces era igualito a la selva de Tarzán, porque mi mamá tenía muchas plantas. Era abierto, sin claraboya, y estaba atravesado a lo largo por una cuerda donde todo el que quería colgaba la ropa mojada, que se llueve. La ropa mojada es, como todos saben, lo que hace llover. En ese patio, un día, mi mamá encendió un brasero a carbón, donde iba a cocinar un trozo de hígado que los carniceros regalaban a los que tenían gato. Nosotros teníamos. Se llamaba Miska y era igualito a un tigre. Mamá cocinaba para Miska, pero comíamos todos. De mi papá lo primero que conocí fueron los ojos. Unos ojos claros, transparentes, pícaros, buenos, traviesos, que siempre se estaban riendo. Mi papá tenía los mejores ojos del mundo. Y además de todo eso, yo también tenía un hermano grande, que era el que me defendía cuando nos atacaba el enemigo. Me defendió toda la vida, hasta que se murió. A él lo habían traído de Polonia hace mucho, y ahora tenía como diez años. Se murió cuando tenía dieciséis, y mi mamá se pegaba en la cabeza. Después estaba el cartero, pero yo no me acuerdo. Un día vino papá con traje y todo, azul me parece, y muy contento, con algo muy grande, como un cajón, envuelto en diarios y que tenía botones. Lo puso en la mesa de coser y me miró, y lo primero que me dijo fue «eso no se toca». Entonces la prendió y era una radio. Mamá, antes, la escuchaba en lo de doña Catalina, que ya tenía. Era para oír las comedias. Pero después servía para escuchar la guerra. Era una guerra que había en España y nosotros íbamos a un Comité donde mamá tejía calcetines de lana y papá hablaba. Todos hablaban y hablaban en yiddish, y yo no entendía nada. Entonces nos íbamos a la vereda a juntar cajas de cigarrillos vacías para sacarles el plomo. Hacíamos una pelota con el papel de plomo y con eso en España hacían balas. Para la guerra. Pero no era para la guerra. Era para la Brigada, que es para la guerra. Acá también hay Brigada. Pero papel de plomo no precisan. Yo sé porque los domingos venden diarios. También venden unos cartones que tienen un dibujo con un señor que te apunta con un dedo, así, y te pregunta: «¿Qué haces tú por España?». Eso dicen, y se llaman «Bonos». Después de la guerra con España vino otra. El que no vino más fue el cartero. Bueno, venir, venía. Pero lo que yo quiero decir es que a casa no venía. Papá lo esperaba en el balcón. Mi papá cosía en la pieza, y a cada rato se iba para el balcón y miraba para afuera. Y cuando el cartero pasaba—el cartero pasaba pero no venía—, mi papá le preguntaba: «¿Y?». Y el cartero ya sabía lo que le preguntaba y le decía: «Nada, don Isaac». Y no le daba nada. Entonces mi papá, los domingos, que es el día que se leen las cartas, nos leía las cartas de antes, pero tenía los ojos así, y no se reía. Las cartas que esperaba mi papá no llegaron nunca. Querido Isaac: La segunda semana de julio se instaló la Comandancia de la Gestapo; y al tercer día sacaron grandes afiches que decían que todo judío y descendiente de judío hasta la quinta generación, niños, jóvenes, adultos y viejos, debían usar, en el brazo izquierdo, un brazalete blanco con una estrella azul, y debían caminar debajo de la vereda. Irene no lo hizo y la golpearon. Luego le dieron un cepillo de dientes y un balde con jabón, y la obligaron a lavar la vereda con el cepillo de dientes, y la gente se paraba, y le decían cosas y se reían. Ahora todos nos preparamos para entrar en el gueto. Algunos vecinos, ¿sabes?, vienen a preguntarnos cuándo nos marchamos, para poder ocupar, cuanto antes, nuestra casa. Samuel dice que vio, en un cinematógrafo de Varsovia, una película que se llama El Führer construye una ciudad para los judíos. Dice que es en Teresienstadt, y que se ve a nuestros ancianos tomando té y jugando al dominó: hay fábricas y calles, tranvías. Es una ciudad. Samuel dice que allí nadie usa la estrella de David, y que caminan por las veredas como todo el mundo. ¿Sabes tú dónde queda Teresienstadt?

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Un día el cartero no paró más en la casa de la familia Rosencof. No había más cartas desde Polonia hacia Uruguay. Eran épocas de guerra, de campos de concentración y de tristeza, y los familiares de Isaac y de Rosa, los padres de Mauricio, dejaron de escribir como dejaron de comer y luego de vivir. Sin embargo, esas letras que nunca se escribieron por manos de los familiares judíos de los Rosencof de Polonia tomaron la bella forma de una novela. Las cartas que no llegaron, la última novela del escritor uruguayo Mauricio Rosencof, reescribe estas posibles cartas, al tiempo que cuenta la historia de un niño, que desde su particular visión infantil describe su casa, su patio, su padre sastre, su madre, su barrio y esa escena de lectura de cartas que, por no haber nuevas, repetía incansablemente las que habían logrado llegar.
Escritor y periodista uruguayo, Mauricio Rosencof fue miembro del Partido Comunista y tras doce años de cárcel y horror, que no lograron acabar ni con el hombre ni con el dramaturgo, fue liberado en  1985,

cuando terminó la dictadura uruguaya.
Vive en Montevideo; es dramaturgo, novelista, poeta, periodista y desde  es Director de Cultura de la Intendencia de Montevideo. Entre varias ocupaciones es columnista de la revista semanal Caras y Caretas.

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