Una teoría no es verdadera más que si no es
todopoderosa. Más exactamente, una palabra no roza la verdad si no
ha encontrado, explícita o implícitamente, directa o indirectamente, una de
las fallas que resquebrajan la gramática del significante todo.
Ahora bien, esto no es posible más que con una condición. Es necesario que
el significante todo, en todos sus usos y bajo todas sus formas, no
señale jamás una solución, sino siempre un problema. Problema de su propio
equívoco, entre límites, sin límites y fuera de límites. Problema de la
inexistencia del metalenguaje, de donde se sigue que cuando se menciona todo
inmediatamente se usa, y viceversa. Problema de su estuche de
sinonimias: todos en plural, todo en singular, artículo
definido singular, universal, infinito matemático, infinito no matemático,
colectivo/distributivo, etc. También es oportuno, cuando se abordan
proposiciones en lengua, cualesquiera que sean, pesquisar ahí las
vicisitudes del todo y las huellas que testifican que el problema no
ha estado ausente.
El significante todo y el nombre de la
peste
El primero en haber sostenido afirmativamente que el
significante todo marcaba un problema fue Jacques Lacan. No digo que
no haya habido predecesores. Aristóteles es uno de ellos, pero no se puede
hacer que él no haya estado leído siempre a la inversa de su sentido. Las
antinomias kantianas anuncian las escrituras de “El atolondradicho”, salvo
que las primeras se quieren negativas, mientras que las segundas son
afirmativas.
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Jean Claude Milner |
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Ahora bien, no siempre se dimensiona la amplitud de la
ruptura de 1973. Desde tanto tiempo, el significante todo pasaba por
la llave encantada, que abre la reserva de las soluciones, con riesgo de
mancharse de sangre. Mención o uso, alcanzaba con que este
sea referido para que la luz surgiera. ¿Qué Poucets habían dejado este
semillero de piedras a los seres hablantes para que atravesaran las
espesuras pasadas, presentes o por venir? ¿Qué importa? ¿Qué importa
también que la palabra-talismán se comprenda en sentidos opuestos, entre
límite y fuera de límite? Materializado por los Griegos en la polis o
en el cosmos, por los Latinos en la República o en el
Imperio, por los cristianos en la comunidad de los creyentes en Cristo, por
los modernos en el mercado mundial y la universalidad de la
forma-mercancía, el significante todo, multiforme y recurrente,
vocablo conformado de sus sinónimos y homónimos en enjambre, trazaba lo que
se podría llamar en sentido propio una línea de universo.
En esta convicción persistente de que el todo, bajo
sus diversas caras –infinito, humanidad, verdad, saber, libertad- indica, a
quien sigue la línea de universo, el lugar de todas las soluciones, algunos
nombres no obstante han algunas veces provocado trastorno.
Se recuerda que la peste ha resumido largo tiempo, en
los Antiguos y hasta el S XVIII, la más profunda puesta en peligro del
todo: el todo de la armada griega al comienzo de La Ilíada, el
todo de la ciudad de Tebas al comienzo de Edipo Rey, el todo de la Atenas de Pericles al
comienzo de la guerra del Peloponeso, el todo de la multitud próspera en
las Georgicas, el todo de Florencia en Boccacio. En el cruce del animal y
del humano, La Fontaine
había designado la causa del terror; la peste suscita el no-todo en
el corazón del todo. Freud también, al decir de Jung, había recurrido al
nombre de la peste, cuando avistó la orilla de la muy poderosa nación. Así
retornaba al remitente la demanda de universalidad-libertad que ya se
entendía ahí. Pero el nombre de la peste no ha resistido a la pareja
todopoderosa que han formado la ciencia post-galileana y la técnica
industrial. En adelante, no se cree más en la calamidad, sino en
enfermedades, correctamente descriptas y reportadas, tanto como la
investigación lo permite, a sus causas. A suponer que haya conservado algún
efecto de sentido, el aforismo de Freud –Les traemos la peste- funciona
por rumor y respeto. Pronunciado, si lo ha sido, en 1909, no pertenece al S
XX y reenvía, como en un recuerdo evanescente, a la humanidad letrada.
El nombre judío, poder de trastorno
El S XX, en revancha, ha reavivado, desde un lado que
no se esperaba, la fuerza de otro nombre, que se creía obsoleto. Este
nombre había, a través de millares, acompañado la historia misma. Uno de
los más célebres y de los más admirados entre los historiadores había
subrayado su poder de trastorno. Había explicado por qué lo juzgaba lúgubre
y repugnante. En los Judíos, escribe Tácito “es profano todo [omnia]
lo que entre nosotros [apud nos] es sagrado, legítimo todo lo que
nosotros tenemos por abominable”[1]. Esto se resume así: por sus ritos y
sus costumbres, los Judíos vuelven imposible el empleo de la palabra todo,
cuando se trata de seres humanos. En tanto que viven en el corazón de la oikouménè,
se ubican en el exterior de la humanidad. En tanto sobreviven –y Tácito
no convoca de ninguna manera a su destrucción- impiden que se pueda hablar
válidamente de todos los hombres. Es imposible armar un cuadro total
de las conductas humanas que sea coherente. Profano y sagrado, cada una de
estas dos palabras deviene equívoca en sí misma y su oposición se embrolla.
A menos que, para salvar el significante todo, no se ubique a los
Judíos en excepción.
Tácito, sin saberlo, se apoyaba sobre la puesta al día
de un axioma que pertenecía a un teólogo cristiano. En el S V después de
JC, cuando el imperio romano amenazaba ruina, Vincent de Lérins afirmó: la
verdad se define: Quod ubique, quod Semper, quod ab omnibus,[2]“en
todas partes, siempre, por todos”. No habiendo necesidad de conocer un
axioma para depender de él, Tácito enuncia un teorema, que ha sido regulado
hace mucho en el espacio europeo las trasformaciones geométricas de los
discursos: en un espacio discursivo donde el todo es considerado dando acceso
al lugar de las soluciones, el nombre judío dice que no a toda solución. Se
puede generalizar: en un espacio discursivo donde vale el axioma de Vincent
de Lérins, el nombre judío dice que no al axioma. Ahora bien, este espacio
desborda ampliamente europa y el lago atlántico. El mundo musulmán parece
admitir bien el axioma de Lérins. ¿Qué ingenuo irá a creer que la
revolución mundial lo rechazaría? ¿O la globalización liberal? El axioma de
Lérins demanda el universal y él mismo es universal. Desde siempre la
humanidad ha respondido favorablemente a su demanda. Siempre, en todo
lugar, a todos los que formulan la demanda, el nombre judío la rechaza; en
esto consiste la universalidad judía.
El nosotros, y el nombre que se censura
Del teorema de Tácito, se siguen algunos lemas, que
bien entendido dependen, ellos también, del axioma. Petrarca se
interrogaba: Quid est enim aliud omnis historia quam Romana laus?[3]“¿Que
es pues toda la historia sino un elogio a Roma?” Yo traduciría
voluntariamente forzando el rasgo: ¿Qué es la historia cuando esta se
ordena del todo, sino un elogio de Roma? Otra vez un aforismo sobre el
todo. Porta en su reverso un contra-aforismo, del cual Tácito solo
testimonia, pero que insiste en los subsuelos de la cultura como un
malestar. En la medida exacta en que la historia es un elogio de Roma, la
historia es una censura constante en contra del nombre judío.
Pero mientras que Petrarca persistía en su elogio,
Roma ya no era más que un nombre entre otros, tomando lugar en una serie.
¿Cuál? Los gramáticos distinguen dos nosotros: nosotros es inclusivo
cuando el que lo pronuncia incluye al interlocutor; es exclusivo cuando el
que lo pronuncia excluye al interlocutor. Tácito desea incluir a su lector,
su nosotros [apud nos] es inclusivo. En el seno de la
oposición que él instituye entre “nosotros”, que nosotros planteamos como
defensores del todo, y los Judíos, que lo disuelven, el valor designativo
del nosotros pudo cambiar; en la época del mare nostrum y en
la memoria de Petrarca, nosotros resumía el nombre romano; pudo
significar Francia en la época de Edouard Drumont o el Volk alemán
en la época de Hitler o we, the people en los tiempos de Mac Carthy.
Los que dicen nosotros van y vienen. Teniendo en cuenta este dato
que, bien sopesado, no resume nada menos que lo se llama historia,
el lema de Petrarca podría ser generalizado: la historia, cuando se ordena
del todo, es el elogio de los que dicen nosotros en su empleo
inclusivo. Ahora bien, estos han cambiado de nombre.
El nombre judío, en cambio, no ha cambiado ni de
función ni de valor designativo; permanece el nombre que se censura, porque
expulsa el todo en un océano indefinido de problemas; cuando los que lo
portan dicen nosotros, inmediatamente se les supone preferir el nosotros
exclusivo al nosotros inclusivo; aquel que desea afirmar la
fuerza todo inclusiva del nosotros, se inclina a desconfiar del
nombre judío, sobre todo si por casualidad, podría ser portador del mismo.
Es cierto que en el curso del S XIX, el carácter
problemático del nombre judío parecía haberse reducido; en el mismo
movimiento por el que Europa había erigido la historia en disciplina
científica, y los procesos históricos en fenómenos rebosantes de sentido,
en el mismo movimiento por el que había admitido que la diversidad de las
costumbres no atentaba contra el horizonte totalizante de la humanidad, se
había apartado de Tácito. Él fue rebajado al rango de los literatos y su
teorema cesó de ser reconocido como tal. Se desarrollaron historizaciones
no taciteanas, como se desarrollaron geometrías no euclidianas. La historia
había considerado no alabar ni censurar a nadie; no se escribía el nosotros,
ni exclusivo, ni inclusivo. Rechazaba ese pronombre, pretendiendo
aceptar con ecuanimidad todos los nombres de la historia. Paralelamente, la
sociología, la antropología, le etnología pretendieron aceptar con
ecuanimidad todos los nombres de la estratificación social o de la
repartición geográfica. Las vías del decir que no, se cerraron poco a poco,
por falta de uso, amuralladas como estaban por los empedrados de buenas
intenciones. Poco importa hoy en día: si fue así en el S XIX, entonces es
necesario admitir, en cambio, que en el S XX el teorema de Tácito y su lema
retomaron toda su fuerza.
El todo permitido, sus escrituras y su
lugar
Historia, política, costumbres, todo se ordenó de
alguna forma del todo; las formaciones culturales llevaron al pináculo las
diversas variantes del nosotros inclusivo; el nombre judío,
explícita o implícitamente, concentró sobre sí la censura que ameritan los
que, judíos o no-judíos dicen no al todo. Lacan fue testigo de estos
cambios. No dejó de meditarlos. Que la lengua del saber devenga en algunas
semanas la jerga del antisemitismo ignorante, que la República francesa
se acurruque, como un niño amedrentado, a los pies de un anciano siniestro
y que enseguida, exprese su alivio por este séquito de regüeldos que se
reagrupa bajo el paraguas de las leyes anti-judías, yo osaría adelantar que
Lacan no enseñó nada que no supiera ya, salvo que él enseñó precisamente
esto: él ya lo sabía. Le quedaba solamente explicar a los otros y a sí
mismo cómo era que él ya lo sabía.
¿Qué significa que el psicoanálisis escogiese el Yo
[Je], cuando los saberes que le eran contemporáneos habían elegido el nosotros?
¿Por qué Freud no escribió wo Es war, sollen Wir werden? ¿Cómo
arrancar este dato al truismo de la “ciencia judía”? Sobre todos estos
puntos y otros muchos, Lacan anticipó proposiciones; estas toman el nombre
judío por punto de fuga. Yo reenvío ahí a los lectores deseosos de
precisión. Me limitaré al núcleo duro.
Es tiempo de ser explícito: en tanto que el teorema de
Tácito no ha sido recusado, entonces su recíproca vale: aquel que descubre
en el seno del todo -se trate del significante todo mismo o de una
de sus variantes, el centelleo de una fractura, el temblor de un problema
que viene a alterar la luz de las soluciones- ha sido tomado por el nombre
judío. Pero entonces es difícil mantener el lema de Petrarca. Quien
problematiza el todo no debe temer más ser censurado. En esta vía, es bueno
afirmar que no hay más elogios ni censuras. Esto se resume en tesis
simples: no hay Juicio final, el Papa Noel que distribuye a fin de año las
recompensas y, por intermedio del Padre Fouettard las puniciones, no
existe; la historia no es un todo y, por ende, no está orientada.
Cuando la verdad se define Quod ubique, quod
Semper, quod ab ómnibus, ¿cómo es posible un Judío? La respuesta es
clara: no lo es, salvo como soporte de lo falso y de todas las
inadecuaciones entre cosas e intelecto. Desde ahí, todo está permitido en
su lugar; quiero decir todo lo que permite el todo-poder de la técnica.
Porque el trípode venía de un mundo cerrado, donde la técnica no contaba
para nada en la mirada del todopoderoso divino o cósmico; una vez mantenido
en un universo infinito, en el horizonte de un apareamiento nuevo entre
ciencia y técnica, él mutó. Devino esta máquina de devoración, que H. G.
Wells había imaginado anticipadamente en La guerra de los mundos. El
rechazarlo lejos de sí, el destruirlo pieza por pieza, es en lo sucesivo un
deber. Las pocas frases sueltas que Lacan se autorizó sobre el campo de la
muerte no dejan lugar a dudas; desde el momento en que él ha tomado
conocimiento, hasta sus últimas palabras, ha deseado horadar el enigma de
su posibilidad. Las escrituras del todo, si no dan la respuesta, sitúan el
lugar.
El todo propiamente puesto en piezas
Ahora bien, si es necesario que la puesta en duda del
trípode sea, un instante al menos, tenido por legítimo, entonces es necesario
cambiar la definición de la verdad. La ironía de la Fortuna ha querido que
Heidegger sirva acá de algún auxilio. Él no lo sabía, no quería saberlo,
pero desanudando la verdad de la adecuación, él dejaba al nombre judío un
título de propiedad. Pero pertenecía a Lacan proceder a las escrituras
necesarias, como se fabrican falsos papeles para salvar a un fugitivo.
Otros han preferido retirarse de la prueba y salvar el
todo, al precio del borramiento progresivo del nombre reacio. Otros,
amantes demasiado dóciles del todo, todavía atraviesan la prueba, no la han
superado. Se dejaron llevar a la tristeza frente al desmantelamiento del
bello trípode de Lérins. Movidos por la tristeza extrema, pasaron a veces
al odio. Lacan ha relevado el desafío.
No salvar al todo de sus chicanas sino, al contrario,
someterlo a estas; respecto del nombre judío, no ceder a la tristeza, pero
tampoco fingir y arbolar la máscara de carnaval. Los propósitos vacíos del
tipo Nosotros somos todos judíos alemanes, no eran su género. Yo
no soy judío, podía decir él de sí mismo con seguridad y simplicidad;
como pudieron decirlo Racine, o Péguy, o Claudel. Pero como ellos,
justamente, extraía de esta seguridad una conclusión: importa al más alto
grado situar lo que dice un sujeto cuando dice de sí mismo Yo soy judío,
o cuando, pudiendo decirlo, se rehúsa, o cuando él proclama bien alto que
decirlo o no decirlo no hace la diferencia.
Adivinamos al leer el ruego de Esther y la profecía de
Joad, que Racine, vuelto hacia Port-Royal, se interrogó sobre lo que es ser
judío, con una profundidad tal que se encuentran pocos ejemplos como este,
ni en la lengua francesa ni en ninguna otra. Yendo al encuentro de Bernard
Lazare en el curso del combate por Dreyfus, Péguy articuló las
proposiciones sobre el proferir Yo soy judío; Benjamín, después
Scholem persisten en tomarlo. En la persona de Sichel, Claudel no cesó, en
su caso siendo cristiano católico romano, de querer captar, como un pintor
loco, la mirada oscura que se oculta bajo la venda de la Sinagoga. Pero
lo que está permitido a los poetas no lo está al analista.
Este último no puede ni debe ni quiere hablar en el
lugar del sujeto. Lacan se prohíbe poner palabras en la boca de uno que
diría Yo soy judío. El no cree que la Sinagoga haya jamás
tenido los ojos vendados. Sabe de antemano que todo lo que él podría
avanzar, respecto a la plegaria o la profecía, depende de una palabra
producida. El no ha pegado de entrada el nombre del Cristo –ni ningún
nombre por lo demás- sobre el trípode del en todas partes, siempre, por
todos. Se pueden relevar las numerosas ocasiones en que, en sus
escritos y en su Seminario, él aproxima lo que ha acordado en llamar el
judaísmo. Siempre se cuida, frente a los que portan el nombre judío, de
enseñarles lo que es este nombre. El se torna más bien hacia los que no lo
portan, a fin de advertirles: “Despacio, peligro”. Peligro de imbecilidad,
de idiotez, de falta, de crimen.
Freud parece haber deseado enseñar a los Judíos y a
los Cristianos lo que ellos son. Él provenía del S XIX e imaginaba aún que
la función de maestro del género humano le estaba abierta. Lacan, por su
parte, se impone una reserva. Tampoco es que cuando él menciona
directamente el nombre judío que éste sea necesariamente el más investido.
Más vale pesquisar los momentos donde el todo, la verdad y sus satélites
son propiamente puestos en piezas.
El nombre del Yo [Je], o decir que no al
todo
Lacan el Judío, la expresión no tiene ninguna significación, pero
tiene un sentido. Para todo lugar en donde vale el trípode de Vincent de
Lérins –y repito que vale más allá del espacio europeo y el espacio
cristiano- me tomo la libertad, por un breve y provisorio instante, de
llamar Judío a aquel que dice que no al trípode. A él determinar
después si ese nombre que le doy, lo ha recibido de sus padres. Si no es
así, que de esto no haga misterio y no juegue al soldadito humanitario; que
él diga muy simplemente Yo no soy judío. Su Yo [Je], por sí
solo, alcanza para atestiguar que él ha rechazado el axioma de Lérins, el
teorema de Tácito, el lema de Petrarca, tanto en sus versiones adornadas o
en sus inmundas. Y si lo ha recibido de sus padres, le pertenece buscar su
modo de ser judío: negación, afirmación, interrogación.
Lacan el Judío es aquel que dice Yo no soy judío.
Porque siendo aquel que dice Yo no soy judío, es también el que dice
la verdad no se dice toda, justo después de haber embragado la
verdad sobre el Yo [Je]: “Yo digo siempre la verdad” – a comprender
como: la verdad habla siempre en primera persona. O, por transformación
formal: “yo [moi] la verdad, hablo”[4]. Antes mismo de haber enunciado
algunas de estas logia, había dado de esto una ilustración
dramática. Quien ha leído “Kant con Sade” se acuerda de las objeciones que
Lacan levanta frente a un célebre apólogo kantiano. En la Crítica de
la razón práctica, Kant pone en escena un sujeto cuyo príncipe exige
que haga un falso testimonio contra un hombre honesto. Lacan presta a este
sujeto de la experiencia, que él califica de ilote, una cuestión
dirigida al filósofo: “él le preguntará si por azar sería su deber dar un
testimonio verdadero, en el caso en que ese fuera el medio por el cual el
tirano pudiera satisfacer su deseo. ¿Debería decir que el inocente es un
Judío por ejemplo, si él lo es verdaderamente, delante de un tribunal, se
ha visto esto, quien encuentra ahí materia a censurar […]?” Lacan continúa:
“Se puede erigir en deber la máxima de contradecir el deseo del tirano, si
el tirano es aquel que se arroga el poder de avasallar el deseo del
Otro”[5].
Así se entiende por retroacción la dimensión
terminante de la proposición aparentemente constatativa: La verdad no se
dice toda. Esta no puede materialmente decirse toda y, puesto que no
puede, no debe decirse toda. El Tu debes, entonces tu puedes kantiano,
se revierte en Tu no puedes, entonces tu no debes. Si por imposible,
la verdad, una sola vez, se dijera toda, un nombre siempre serviría de
pasto para el tirano. Para ilustrar su proposición, Lacan eligió el nombre
judío; eligió también el caso del ateo y el del disidente de un partido.
Sea, concedo que él no reservaba al nombre judío una suerte particular,
entre las que los poderosos acusan. Pero en esto, justamente, escapaba a
las trampas de la puesta en excepción, en tanto que él no había todavía
desmontado los resortes de la misma. Mora, en su propio apólogo, un
alboroto silencioso que estalla en las orejas de los fieles del todo.
Familiares o no de Tácito, de Vincent de Lérins o de Petrarca, les va a
costar ingeniárselas para multiplicar los acúfenos para cubrir el ruido
inoportuno; no sufrirán menos en oír estas simples palabras, en este orden
y no en otro: “el inocente es un Judío”.
Traducción: Viviana Fruchtnicht
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