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jueves, 12 de septiembre de 2013

Misceláneas judías para la pausa del Sábado



9 de Tishrei de 5774
Gmar Jatimá Tová!
 
Días de penitencia
Por Max Brod

Es costumbre judía visitar en los diez días de penitencia, entre el Año Nuevo y el Día del Perdón, las tumbas de los grandes sabios y maestros de nuestro pueblo. Un amigo, judío de Europa Oriental, me ruega que lo acompañe al antiguo cementerio de Praga. No al famoso cementerio sobre el río Moldava que se exhibe a los forasteros cual curiosidad digna de ser  contemplada, sino a aquel otro más tranquilo, casi olvidado, que se utilizara hasta poco antes de habilitarse el nuevo. Aquel camposanto está, por así decirlo, enterrado él mismo, hundido entre los nuevos barrios residenciales. Una que otra familia busca aún en él a sus abuelos. Por lo demás, reina verdadero silencio de muerte dentro de sus murallas. Sin la suficiente antigüedad para ser histórico, demasiado viejo ya para persistir en la memoria vívida de nuestra generación, ese cementerio lleva una modesta y solitaria existencia. La muerte ha vuelto a morir aquí una vez más, en medio del bullicio de la ciudad. Aquí ha cesado toda “actividad”, ya sea anticuada o contemporánea. Esta isla pertenece al silencio, a las piedras y al césped...
Entramos.
Desiertos senderos bajo la ondeante luminosidad del sol otoñal. No tan abandonados como para que la renovada existencia de la naturaleza pudiera brotar de troncos mohosos. Por el contrario, el orden y la limpieza reinantes acentúan aún más la impresión de falta de vida. Las piedras y las lápidas rivalizan en rigidez.
Mas de pronto resuena, en medio del silencio, un ligero ruido detrás del zarzal. Un lloroso canto que seguimos, que se acrecienta y nos conduce hasta un extraño grupo; entre las pálidas piedras funerarias, en medio de las malezas, en un estrecho sendero, judíos polacos rezan fervorosamente junto a una tumba. Es la última morada del gran rabino y sabio de Praga, Ezequiel Landau.
Que nosotros, los judíos, hayamos desarrollado un singular estilo lapidario; que nuestros pesados bloques recortados en semicírculo en la parte superior, como un recuerdo de los legendarios contornos de las tablas de Sinaí; y nuestros tipos de escritura cuadrada, magníficamente graves, no estén grabados ni revestidos de oro sino que sobresalgan en altorrelieves, como cejas embargadas de advertencias, destacándose imponentes en su negro tinte sobre la superficie de piedra; que nuestras inscripciones bíblicas en la tradicional escritura hebrea confieran una particular y característica  nobleza a nuestros camposantos; todo eso ¿a quién interesa? Pero todo eso volvió una vez más a mi conciencia ante la tumba de Ezequiel Landau, ante esa piedra, por así decirlo, orgánicamente brotada del suelo y auténticamente judía con sus escudos  de levitas entre dos leones, y con la inscripción: “Ezequiel, hijo de Yehudá Landau Haleví, Rabí de Praga, famoso autor del libro Nodá-bi-Yehudá (Conocido en Yehudá), defensor de la justicia, modesto y glorioso en toda la diáspora de Israel por su sabiduría. Invitamos a todos los transeúntes a que viertan ante esta tumba su silenciosos diálogo con Dios”.
Esta invitación lanzada al vacío durante décadas, encontró por fin su gente. Los judíos de Europa oriental llegaron a Praga. Ahí están. Un hombre joven y delgado de roja barba. Junto a él, un anciano regordete y viril de rostro transparente y transfigurado. Ambos en gabanes con cinturón, inclinándose con movimientos paralelos, de las caderas para arriba, ora a diestra, ora a siniestra. Sus voces se elevan simultáneamente y se pierden de nuevo en el lento canturreo de la habitual melodía. Al verlos rezar así, en conjunto, se creería que están unidos hasta siempre jamás. Pero el más joven finaliza de pronto y se aleja con lentitud, sin previo saludo. Quizá ni siquiera se conocen. Solo estaban unidos en la oración, en el espíritu...
Se trata de una circunstancia espiritual, lo comprendo muy pronto. Ahora aparecen dos judías galitzianas con aquella vestimenta que nos resulta tan poco usual en las judías. Cubiertas las cabezas por una cofia bajo la cual asoma la peluca, los hombros resguardados por una sencilla capa. Blusa y falda aldeanas. Por poco se las tomaría por unas campesinas de la vecindad de Praga. Pero al observar mas de cerca los cansados rasgos desfigurados por hondas arrugas, ¿qué chispea a nuestro encuentro?: la mirada de nuestras madres y abuelas, la simple, hogareña y preocupada expresión de la ama de casa judía que dominara nuestros días de infancia. Y he aquí que las mujeres extraen de sus hatos antiquísimos y ajados libros de oraciones, tan ajados y descoloridos como el follaje caído y en descomposición. Sus fuertes quejas se mezclan con las mas calmosas voces masculinas. También los hombres cantan ahora con más fuerza. ¡Resuenan llanto y sollozos!
El pueblo judío recuerda la memoria de un grande de Israel.
Mientras estoy aquí, junto a mis hermanos de Europa oriental, me invade la vergüenza. ¿No vivo acaso desde más de tres decenio en Praga, sin sospechar siquiera la existencia de esa tumba? Debieron arribar los refugiados desde la lejanía, desde Galitzia, para hacerme recordar la grandeza de un judío que actuó en mi ciudad...
Quieren al gran devoto como si fuera uno de los suyos, con una naturalidad que resulta lo más conmovedor de esa escena; buscan junto a él consuelo y ayuda con una confianza enternecedora. Fue un dirigente del pueblo mientras vivió. El pueblo le sigue fiel aún después de la muerte. Esa vívida y abnegada confianza, esa popular sumisión frente al espíritu, ante la grandeza espiritual y su dominio, ese voluntario y cariñoso respeto por el genio sobresaliente, esa relación tan directa con la literatura: ¿dónde se encuentra aún en ese gran mundo de Dios, salvo entre los judíos, y por cierto que entre los judíos “modernos” en proporción muy inferior que entre los jasídicos?
En el prólogo de Maimónides al Seder Zeraim encontramos: “La meta del mundo y de todo cuanto en él se encuentra es: Un hombre sabio y bueno.” Y Maimónides lo explica mediante una paradójica frase del tratado de Berajot (58 a): “Al hallarse el hijo de Zoma en el monte del Templo y ver ascender a los israelitas para la fiesta, dijo: Bendito sea quien ha creado a todos estos para servirme. Porque él, la paz sea con él, fue el más grande de su generación.” No podía formularse con más agudeza la concepción judía del universo, centralizada en torno al espíritu. De las palabras del Rabí no surge ningún envanecimiento. La humildad fue considerada siempre como símbolo de nuestros sabios. Lo único que expresa Ben Zoma en esa forma atrevida es la llana opinión de que el espíritu y la bondad constituyen el sentido mismo de la existencia de todos los seres.
Y la escena del día de penitencia, en el cementerio desierto, se me aparece como un ejemplo viviente de aquel concepto. ¡Cómo se inclinan, cómo besan la querida lápida! La colina está sembrada de pequeños billetes (peticiones *). La lluvia ha borrado la letra, los deseos. El papel puede enmohecer: mientras haya judíos de Europa oriental en Praga, no faltarán en torno a esta tumba visitantes, las pequeñas piedritas y los manojos de hierba. Los aristocráticos y antiguos templetes y sarcófagos de algunas familias millonarias de Praga permanecen abandonados. Es al espíritu, al espíritu a quien se tributa profunda respeto y siempre renovado agradecimiento.
Puede ser que las opiniones de Ezequiel Landau nos resultarían extrañas y hasta dignas de ser combatidas... ¡caso de que las conociéramos! Pero esos judíos del este europeo no están en absoluto de acuerdo con él. Bien saben que fue un mitnaguid, un enemigo del jasidismo. Se cuenta que su madre fue, sin embrago, adepta al Baalshem** y lo visitó con frecuencia.  Naturalmente que siempre con el temor de que el Baalshem le dijera algo malo sobre su hijo. Tanto más grande fue su asombro cuando un buen día el Baalshem le habló con suave voz y le dijo:
- ¿Sabes que sobre tu hijo se apoya un tercio del mundo?
El auténtico judío se inclina ante la absoluta potencia del espíritu y la pureza de los principios, prescindiendo por completo de toda diferencia de criterio. Ya se trate del Baalshem en esta anécdota, o de los judíos del este europeo junto a la tumba de su gran opositor, es siempre el mismo leitmotiv de la veneración por la verdadera grandeza espiritual.
No podemos hacer girar la rueda hacia atrás. Los suplicantes junto a la tumba, que quizás no estén  del todo libres de supersticiosos egoísmo, no pueden servirnos de ejemplo. Pero, ¿quién nos impide buscar, a nuestra manera y conforme a nuestros principios, la misma íntima relación espiritual con el pasado de Israel? ¿Hemos cumplido siempre con nuestro deber para con el espíritu judío y universal? Si nos dirigiéramos con ese interrogante en el alma a las tumbas de nuestros héroes del espíritu en la época de los días de penitencia, ¿quién sabe si estos no se trocarían en verdaderos “días de penitencia” para nosotros?

*Existe la costumbre de colocar junto a la tumba de un ser querido diversos deseos y ruegos inscritos en trocitos de papel.
** Fundador del jasidismo.
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Max Brod (Praga, 1884 – Tel Aviv, 1968) fue un escritor, compositor y periodista checoslovaco
germanohablante de origen judío, conocido por ser el editor y amigo de Franz Kafka.
Estudió derecho en la Universidad de Praga y se graduó en 1907 para trabajar en el servicio civil. A partir de 1912 fue un pronunciado sionista y cuando Checoslovaquia se independizó en 1918 trabajó brevemente como vicepresidente del Jüdischer Nationalrat. A partir de 1924, ya establecido como escritor trabajó como crítico en el Prager Tagblatt.
En 1939, al tomar los nazis Praga, Brod y su mujer Elsa Taussig emigraron a lo que entonces era el Mandato Británico de Palestina, donde vivió hasta 1968. Continuó escribiendo y trabajando como dramaturgo para Habima, el teatro nacional israelí.


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