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Gmar Jatimá Tová!
Días de penitencia
Por Max Brod
Es costumbre judía visitar en los diez días de penitencia,
entre el Año Nuevo y el Día del Perdón, las tumbas de los grandes sabios y
maestros de nuestro pueblo. Un amigo, judío de Europa Oriental, me ruega que lo
acompañe al antiguo cementerio de Praga. No al famoso cementerio sobre el río
Moldava que se exhibe a los forasteros cual curiosidad digna de ser contemplada, sino a aquel otro más tranquilo,
casi olvidado, que se utilizara hasta poco antes de habilitarse el nuevo. Aquel
camposanto está, por así decirlo, enterrado él mismo, hundido entre los nuevos
barrios residenciales. Una que otra familia busca aún en él a sus abuelos. Por
lo demás, reina verdadero silencio de muerte dentro de sus murallas. Sin la
suficiente antigüedad para ser histórico, demasiado viejo ya para persistir en
la memoria vívida de nuestra generación, ese cementerio lleva una modesta y
solitaria existencia. La muerte ha vuelto a morir aquí una vez más, en medio
del bullicio de la ciudad. Aquí ha cesado toda “actividad”, ya sea anticuada o
contemporánea. Esta isla pertenece al silencio, a las piedras y al césped...
Entramos.
Desiertos senderos bajo la ondeante luminosidad del sol
otoñal. No tan abandonados como para que la renovada existencia de la naturaleza
pudiera brotar de troncos mohosos. Por el contrario, el orden y la limpieza
reinantes acentúan aún más la impresión de falta de vida. Las piedras y las
lápidas rivalizan en rigidez.
Mas de pronto resuena, en medio del silencio, un ligero
ruido detrás del zarzal. Un lloroso canto que seguimos, que se acrecienta y nos
conduce hasta un extraño grupo; entre las pálidas piedras funerarias, en medio
de las malezas, en un estrecho sendero, judíos polacos rezan fervorosamente
junto a una tumba. Es la última morada del gran rabino y sabio de Praga,
Ezequiel Landau.
Que nosotros, los judíos, hayamos desarrollado un singular
estilo lapidario; que nuestros pesados bloques recortados en semicírculo en la
parte superior, como un recuerdo de los legendarios contornos de las tablas de
Sinaí; y nuestros tipos de escritura cuadrada, magníficamente graves, no estén
grabados ni revestidos de oro sino que sobresalgan en altorrelieves, como cejas
embargadas de advertencias, destacándose imponentes en su negro tinte sobre la
superficie de piedra; que nuestras inscripciones bíblicas en la tradicional
escritura hebrea confieran una particular y característica nobleza a nuestros camposantos; todo eso ¿a
quién interesa? Pero todo eso volvió una vez más a mi conciencia ante la tumba
de Ezequiel Landau, ante esa piedra, por así decirlo, orgánicamente brotada del
suelo y auténticamente judía con sus escudos
de levitas entre dos leones, y con la inscripción: “Ezequiel, hijo de
Yehudá Landau Haleví, Rabí de Praga, famoso autor del libro Nodá-bi-Yehudá (Conocido en Yehudá),
defensor de la justicia, modesto y glorioso en toda la diáspora de Israel por
su sabiduría. Invitamos a todos los transeúntes a que viertan ante esta tumba
su silenciosos diálogo con Dios”.
Esta invitación lanzada al vacío durante décadas, encontró
por fin su gente. Los judíos de Europa oriental llegaron a Praga. Ahí están. Un
hombre joven y delgado de roja barba. Junto a él, un anciano regordete y viril
de rostro transparente y transfigurado. Ambos en gabanes con cinturón,
inclinándose con movimientos paralelos, de las caderas para arriba, ora a
diestra, ora a siniestra. Sus voces se elevan simultáneamente y se pierden de
nuevo en el lento canturreo de la habitual melodía. Al verlos rezar así, en
conjunto, se creería que están unidos hasta siempre jamás. Pero el más joven
finaliza de pronto y se aleja con lentitud, sin previo saludo. Quizá ni
siquiera se conocen. Solo estaban unidos en la oración, en el espíritu...
Se trata de una circunstancia espiritual, lo comprendo muy
pronto. Ahora aparecen dos judías galitzianas con aquella vestimenta que nos
resulta tan poco usual en las judías. Cubiertas las cabezas por una cofia bajo
la cual asoma la peluca, los hombros resguardados por una sencilla capa. Blusa
y falda aldeanas. Por poco se las tomaría por unas campesinas de la vecindad de
Praga. Pero al observar mas de cerca los cansados rasgos desfigurados por
hondas arrugas, ¿qué chispea a nuestro encuentro?: la mirada de nuestras madres
y abuelas, la simple, hogareña y preocupada expresión de la ama de casa judía
que dominara nuestros días de infancia. Y he aquí que las mujeres extraen de
sus hatos antiquísimos y ajados libros de oraciones, tan ajados y descoloridos
como el follaje caído y en descomposición. Sus fuertes quejas se mezclan con
las mas calmosas voces masculinas. También los hombres cantan ahora con más
fuerza. ¡Resuenan llanto y sollozos!
El pueblo judío recuerda la memoria de un grande de Israel.
Mientras estoy aquí, junto a mis hermanos de Europa
oriental, me invade la vergüenza. ¿No vivo acaso desde más de tres decenio en
Praga, sin sospechar siquiera la existencia de esa tumba? Debieron arribar los
refugiados desde la lejanía, desde Galitzia, para hacerme recordar la grandeza
de un judío que actuó en mi ciudad...
Quieren al gran devoto como si fuera uno de los suyos, con
una naturalidad que resulta lo más conmovedor de esa escena; buscan junto a él
consuelo y ayuda con una confianza enternecedora. Fue un dirigente del pueblo
mientras vivió. El pueblo le sigue fiel aún después de la muerte. Esa vívida y
abnegada confianza, esa popular sumisión frente al espíritu, ante la grandeza
espiritual y su dominio, ese voluntario y cariñoso respeto por el genio
sobresaliente, esa relación tan directa con la literatura: ¿dónde se encuentra
aún en ese gran mundo de Dios, salvo entre los judíos, y por cierto que entre
los judíos “modernos” en proporción muy inferior que entre los jasídicos?
En el prólogo de Maimónides al Seder Zeraim encontramos: “La meta del mundo y de todo cuanto en él
se encuentra es: Un hombre sabio y bueno.” Y Maimónides lo explica mediante una
paradójica frase del tratado de Berajot (58 a): “Al hallarse el hijo de Zoma en
el monte del Templo y ver ascender a los israelitas para la fiesta, dijo:
Bendito sea quien ha creado a todos estos para servirme. Porque él, la paz sea
con él, fue el más grande de su generación.” No podía formularse con más
agudeza la concepción judía del universo, centralizada en torno al espíritu. De
las palabras del Rabí no surge ningún envanecimiento. La humildad fue
considerada siempre como símbolo de nuestros sabios. Lo único que expresa Ben
Zoma en esa forma atrevida es la llana opinión de que el espíritu y la bondad
constituyen el sentido mismo de la existencia de todos los seres.
Y la escena del día de penitencia, en el cementerio
desierto, se me aparece como un ejemplo viviente de aquel concepto. ¡Cómo se
inclinan, cómo besan la querida lápida! La colina está sembrada de pequeños
billetes (peticiones *). La lluvia ha borrado la letra, los deseos. El papel
puede enmohecer: mientras haya judíos de Europa oriental en Praga, no faltarán
en torno a esta tumba visitantes, las pequeñas piedritas y los manojos de
hierba. Los aristocráticos y antiguos templetes y sarcófagos de algunas familias
millonarias de Praga permanecen abandonados. Es al espíritu, al espíritu a
quien se tributa profunda respeto y siempre renovado agradecimiento.
Puede ser que las opiniones de Ezequiel Landau nos
resultarían extrañas y hasta dignas de ser combatidas... ¡caso de que las
conociéramos! Pero esos judíos del este europeo no están en absoluto de acuerdo
con él. Bien saben que fue un mitnaguid,
un enemigo del jasidismo. Se cuenta que su madre fue, sin embrago, adepta al
Baalshem** y lo visitó con frecuencia.
Naturalmente que siempre con el temor de que el Baalshem le dijera algo
malo sobre su hijo. Tanto más grande fue su asombro cuando un buen día el
Baalshem le habló con suave voz y le dijo:
- ¿Sabes que sobre tu hijo se apoya un tercio del mundo?
El auténtico judío se inclina ante la absoluta potencia del
espíritu y la pureza de los principios, prescindiendo por completo de toda
diferencia de criterio. Ya se trate del Baalshem en esta anécdota, o de los
judíos del este europeo junto a la tumba de su gran opositor, es siempre el
mismo leitmotiv de la veneración por
la verdadera grandeza espiritual.
No podemos hacer girar la rueda hacia atrás. Los suplicantes
junto a la tumba, que quizás no estén
del todo libres de supersticiosos egoísmo, no pueden servirnos de
ejemplo. Pero, ¿quién nos impide buscar, a nuestra manera y conforme a nuestros
principios, la misma íntima relación espiritual con el pasado de Israel? ¿Hemos
cumplido siempre con nuestro deber para con el espíritu judío y universal? Si
nos dirigiéramos con ese interrogante en el alma a las tumbas de nuestros
héroes del espíritu en la época de los días de penitencia, ¿quién sabe si estos
no se trocarían en verdaderos “días de penitencia” para nosotros?
*Existe la costumbre de colocar junto a la tumba de un ser
querido diversos deseos y ruegos inscritos en trocitos de papel.
** Fundador del jasidismo.
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Max Brod (Praga, 1884 – Tel Aviv, 1968) fue un escritor,
compositor y periodista checoslovaco
germanohablante
de origen
judío, conocido por ser el editor y amigo de
Franz Kafka.
Estudió
derecho
en la
Universidad de Praga y se graduó en
1907 para trabajar en el
servicio civil. A partir de
1912 fue un pronunciado
sionista
y cuando
Checoslovaquia se independizó en
1918 trabajó brevemente
como vicepresidente del
Jüdischer Nationalrat. A partir de
1924, ya establecido como
escritor trabajó como crítico en el
Prager Tagblatt.
En
1939,
al tomar los
nazis
Praga, Brod y su mujer Elsa Taussig emigraron a lo que entonces era el
Mandato Británico de Palestina,
donde vivió hasta
1968.
Continuó escribiendo y trabajando como dramaturgo para
Habima, el teatro nacional israelí.