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viernes, 5 de abril de 2013

Misceláneas judías para la pausa del Sábado



25 de Nisan de 5773
27 de Nisan de 5773 - Día de recordación del Holocausto y el Heroísmo

La escritura o la vida (fragmento)
de Jorge  Semprún

Una voz, de repente, detrás de nosotros.
¿Una voz? Queja humana, más bien. Gemido inarticulado de animal herido. Melopea fúnebre que hiela la sangre en las venas.
Nos quedamos paralizados en el umbral del barracón, justo en el momento de volver a salir al aire libre. Inmóviles, Albert y yo, petrificados, en la linde de la penumbra pestilente del interior y del sol de abril, en el exterior. Un cielo azul, apenas aborregado, frente a nosotros. la masa predominantemente verde del bosque, alrededor, más allá de los barracones y de las carpas del Campo pequeño. Los montes de Turingia a lo lejos. El paisaje eterno, en suma, que debieron de contemplar Goethe y Eckermann durante sus paseos por el Ettersberg.
Se trataba, no obstante, de una voz humana. Un canturreo gutural, irreal.
Permanecemos inmóviles, Albert y yo, pasmados.
Albert era un judío húngaro, inasequible al desaliento y achaparrado, siempre de humor jovial. Positivo, al menos. Yo le acompañaba, aquel día, para dar una última ronda de inspección. Desde hacía dos días íbamos reagrupando a los judíos supervivientes de Auschwitz, de los campos de Polonia. A los niños y a los adolescentes, en particular, los reuníamos en un edificio del barrio de los S.S.
Albert era el responsable de esta operación de salvamento.
Dimos media vuelta y regresamos hacia la penumbra innombrable con la sangre helada en las venas. ¿De dónde salía esa voz inhumana? No había supervivientes, lo acabábamos de comprobar. Acabábamos de recorrer de arriba abajo el pasillo central del barracón. Los rostros estaban vueltos hacia nosotros, que caminábamos por ese pasillo. Los cuerpos descarnados, cubiertos de harapos, yacían estirados en los tres niveles superpuestos de los camastros. Estaban imbricados unos dentro de otros, a veces petrificados en una inmovilidad aterradora. Con las miradas vueltas hacia nosotros, hacia el pasillo central, a menudo a costa de una violenta torsión del cuello. Decenas de ojos desorbitados nos habían mirado pasar.
Nos habían mirado sin vernos.
No quedaban supervivientes en aquel barracón del Campo Pequeño. Con los ojos abiertos de par en par, desmesuradamente abiertos al horror del mundo, las miradas dilatadas, impenetrables, acusadoras, eran ojos apagados, miradas muertas.
Habíamos hecho el recorrido, Albert y yo, con un nudo en la garganta, caminando lo más ligeramente posible en el silencio pegajoso. La muerte se pavoneaba, desplegando los glaciales fuegos artificiales de todos esos ojos abiertos al envés del mundo, al paisaje infernal.
A veces, Albert se inclinaba – a mí me había faltado valor – hacia los cuerpos amontonados, entre mezclados encima de tablones de los camastros. Los cuerpos estaban rígidos, como tocones. Albert apartaba esa leña muerta con mano firme. Inspeccionaba los intersticios, las cavidades que se habían formado entre los cadáveres, con la esperanza de encontrar a alguien todavía vivo.
Pero no parecía que hubiera supervivientes aquel famoso día, el 14 de abril de 1945. Todos los deportados aún válidos debían de haber salido huyendo del barracón en cuanto les llegó la noticia de la liberación del campo.
(...) Estábamos a 14 de abril de 1945.
Por la mañana se me había ocurrido que era una fecha destacada de mi infancia: la República se proclamó ese día en España, en 1931. la multitud de los arrabales fluía hacia el centro de Madrid, coronada por un mar ondulante de banderas. “¡Hemos cambiado de régimen sin romper ni un cristal!”, proclamaban radiantes, y algo sorprendidos también, los jefes de los partidos republicanos. La Historia se encargó de poner las cosas en su sitio, cinco años después, con una prolongada y sangrienta guerra civil.
Pero el 14 de abril de 1945 no había supervivientes en aquel barracón  del Campo Pequeño de Buchenwald.
No había más que ojos muertos, abiertos de par en par al horror del mundo. Los cadáveres, contorsionados como personajes del Greco, parecían haber reunido sus últimas fuerzas para reptar hasta los tablones de los camastros más próximos al pasillo central del barracón, por donde podría haber surgido un último socorro. las miradas muertas, heladas por la angustia de la espera, habían acechado sin duda hasta el fin alguna llegada súbita y salvadora. La desesperación que se leía en aquellos ojos estaba a la altura de esa espera, de esa violencia última de la esperanza.
Comprendí de repente el asombro desconfiado, horrorizado, de los tres oficiales aliados de la antevíspera. Si mi mirada, en efecto, reflejaba aunque fuera tan sólo una centésima parte del horror perceptible en los ojos de los muertos que habíamos contemplado Albert y yo, era comprensible que los tres oficiales que vestían el uniforme británico hubieran quedado horrorizados.

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Jorge Semprún nació en 1923 en Madrid, donde vivió hasta la guerra civil española, cuando, junto a su familia, tuvo que exiliarse. Durante la segunda guerra mundial luchó en la resistencia, fue apresado por los nazis y enviado, en 1943, al campo de Buchenwald. 
En abril de 1945 fue liberado del campo de concentración a sus veintidós años. En ese mismo año empezó a elaborar literariamente la monstruosa paradoja de haber vivido la muerte. La escritura o la vida es no sólo la memoria de la muerte, sino la de todas aquellas vivencias pasadas y presentes que al revelarse, al abrirse sin restricciones a la conciencia del autor, emergen cargadas de la emoción del reencuentro consigo mismo y enriquecidas por la reflexión.
Semprún ha publicado novelas y memorias y fue, además, ministro de Cultura entre 1988 y 1991.

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