El gato dorado (fragmento) de Germán Rozenmacher
- Ya llegaste ¡eh? cretino – su
mujer lo insultaba desde abajo, porque era pequeñita y siempre
tenía una flor sobre el vestido de salir, de terciopelo, aunque de
tanto usarlo para entrecasa eso ya ni se notaba. La mujer estaba
enamorada del pianista sin remedio. Siempre lo insultaba por haberla
enterrado allí desde hacía años, por su desamor, y por pasarse la
vida tocando en bailes de mala muerte y en casamientos y en aquel
sótano, mientras sus paisanos acumulaban dinero. El artista le
acariciaba el cabello y su ternura trataba de acallarla. Había
dejado de escucharla hacía mucho. No la odiaba, pero tampoco la
amaba. El artista amaba al gato. Y no la oía desde que comenzaba a
gritar al amanecer contra la miseria y la tristeza, mientras él se
paraba tiritando descalzo sobre los mosaicos fríos y se vestía
sintiendo anhelosamente todo aquello que desentrañaría junto al
piano aquella tarde como lo había hecho desde que tenía memoria,
cuando había descubierto su duro oficio de músico. Y por las
tardes solía pensar en aquella otra época, antes de venir a Buenos
Aires cuando era muy joven y tocaba el acordeón vagando por las
calles de pequeños pueblos europeos.
Entonces tenía dos camaradas: el
manso violinista pálido con su barba de rabino y el agobiado
clarinetista con su largo capote que olía a vino y su gorro de
visera. En el crepúsculo, cruzaban la llanura nevada de pueblo en
pueblo, de chacra en chacra, sus tres sombras violetas fugitivas
sobre la nieve, sus figuras oscuras recortadas contra el cielo,
bailando y tocando para sí mismos, uno tras el otro en fila india,
en la inmensidad de la llanura nevada, libres como pájaros, creando
mundos efímeros e inaprensibles, melodías como humo, tocando
canciones más antiguas que sus propias memorias. Y en los pueblos
tocaban en la calle, con judíos respetables con abrigos de cuellos
de piel haciéndole corrillo y echando monedas en el gorro de la
visera. Aunque la mayoría de los judíos no fueran ricos y vivieran
en la tristeza y la miseria y apenas juntaban algo de valor, algún
pogrom oportuno se encargaba de arrebatárselo. Pero ellos traían
la alegría. Y tocaban en las casas, en los casamientos y los
bautizos, y les daban pan negro y un vaso de té, como pago. Y las
madres les decían a sus niños: Cuidado con los artistas, esos
“shnorers”, esos “harapientos”, pero los amaban y les
temían, porque ellos le daban nombre a todas las cosas y decían la
verdad y esperaban, por todos, la edad dorada que terminaría con la
opresión y la tristeza. Y el artista sabía que allí, por todo ese
nevado país, miles y miles de judíos lo esperaban siempre y
cuando estaba con ellos sentía que algo los fundía a todos, una
honda alegría indestructible que florecía sobre el velado tono
menor y atribulado de su música, una alegría en la que ellos lo
necesitaban a él porque era la voz de todos; él, que era apenas un
artista niño, un rey harapiento; él que era el corazón del mundo.
Después los pueblitos
ardieron. El humo oscureció el cielo. Todo aquello empezó a morir.
Mil años de vida judía en Europa oriental empezaron a morir. Huyó
a Buenos Aires. Y aquí vendió su acordeón porque ya nadie le
escucharía por las calles. Descubrió aquel sótano. Después los
diarios idish le dijeron que allí todo había terminado.
Ahora componía y componía, sudando
dentro de sus baratas y gruesas camisas a cuadros, en el sótano, y
solía tocar su música para sus paisanos, cuando lo llamaban para
algún casamiento. Pero cada vez las tocaba menos, porque sus
paisanos se iban muriendo.
- ¡Llegó! - dijo la cordial voz de
bajo del sastre, su vecino de gran nariz enrojecida de frío. Venga
a tomar un vaso de té. - Había asomado la cabeza por la puerta -.
¿Qué lo hizo venir tan temprano, hoy? - dijo hablando en idish.
Porque todos hablaban idish. El sastre, la mujer, el artista.
Entró en la pieza del sastre que tenía
un empapelado floreado con manchas de humedad y en la araña ardía
una sola lámpara. Por el balcón se veía un cartel colgado de la
baranda, sobre la calle: “Sastrería Al Caballero Elegante,
créditos, casimires, modelos de última moda, rebajas”. La
sastrería era esa pieza de hotel.
- ¿Y cómo está mi gatito, mi
“kétzele”? - preguntó el sastre. - Su gatito, pensó el
artista mientras, en el frío húmedo que destilaban las paredes, se
calentaba las manos, largas, delgadas y arrugadas, con el vapor que
salía por el pico de la pava, puesta sobre el calentador. Miró los
vidrios de la ventana opacados por vahos de frío y apartó con el
pie unos retazos de tela esparcidos por el piso. Ahora el sastre
tomaba su té junto a la deshilachada cortina con flecos y apoyaba
el vaso en los mosaicos, junto a la gran tijera, sentado en una
silla baja de asiento de paja, con un saco sobre las rodillas. El
artista trató de encender la modesta estufa que tenían a medias
con el sastre, porque ellos tres eran los únicos judíos del hotel.Sí. El otro le había regalado el gato cuando tenía figura de recién nacido y había llegado misteriosamente a su puerta. Ahora pensaba que eso era un signo, un prenuncio de lo que estaba ocurriendo, con ése, que ahora sabía que era un gato dorado, un ser mágico y leve que poseía lo maravilloso.
Germán
Rozenmacher nació el 27 de marzo de 1936 en la ciudad de Buenos
Aires y en el seno de una familia judía ortodoxa y muy humilde. Su
padre había llegado de Rusia y era un valorado cantor de sinagoga en
el barrio de Once. Rozenmacher completó el seminario judío pensando
inicialmente ser rabino. Su amigo Roberto Cossa afirmará más tarde
que Rozenmacher "fue un desarraigado en su propio país hasta
los 20 años, cuando empezó a descubrirse a sí mismo y al mundo que
lo rodeaba".
Tras un breve paso por
la Facultad de Derecho, continuó sus estudios en la Facultad de
Filosofía y Letras, convirtiéndose pronto en un prolífico
escritor, dramaturgo y periodista notable.Su primer libro de cuentos, Cabecita negra, al cual pertenece el cuento El gato dorado, fue un hito del boom editorial de los años sesenta, al cual le siguió Los ojos del tigre, y numerosas obras de teatro, entre las que se destacó Requiem para un viernes a la noche estrenada con gran resonancia, en el Teatro IFT en 1964.
Escribió
algunos de los cuentos más entrañables de la narrativa argentina.
Como intelectual, transitó intensamente las contradicciones de su
tiempo. Con la tradición judía argentina y las tensiones políticas
de su época como dimensiones fundamentales de su obra, Rozenmacher
desarrolló una perspectiva que supo escapar a la disyuntiva entre
realismo y vanguardia.
Falleció,
accidentalmente, muy joven, a los 35 años.
Desde 1999 el Centro
Cultural Ricardo Rojas entrega un premio para dramaturgos jóvenes
con su nombre.
Germán
Rozenmacher dejó sembrada en diversos medios una vasta producción
reunida recientemente por la Biblioteca Nacional en una edición de
sus obras completas.
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