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jueves, 19 de junio de 2014

Misceláneas judías para la pausa del Sábado

22 de Sivan de 5774

El gato dorado (fragmento) de Germán Rozenmacher

- Ya llegaste ¡eh? cretino – su mujer lo insultaba desde abajo, porque era pequeñita y siempre tenía una flor sobre el vestido de salir, de terciopelo, aunque de tanto usarlo para entrecasa eso ya ni se notaba. La mujer estaba enamorada del pianista sin remedio. Siempre lo insultaba por haberla enterrado allí desde hacía años, por su desamor, y por pasarse la vida tocando en bailes de mala muerte y en casamientos y en aquel sótano, mientras sus paisanos acumulaban dinero. El artista le acariciaba el cabello y su ternura trataba de acallarla. Había dejado de escucharla hacía mucho. No la odiaba, pero tampoco la amaba. El artista amaba al gato. Y no la oía desde que comenzaba a gritar al amanecer contra la miseria y la tristeza, mientras él se paraba tiritando descalzo sobre los mosaicos fríos y se vestía sintiendo anhelosamente todo aquello que desentrañaría junto al piano aquella tarde como lo había hecho desde que tenía memoria, cuando había descubierto su duro oficio de músico. Y por las tardes solía pensar en aquella otra época, antes de venir a Buenos Aires cuando era muy joven y tocaba el acordeón vagando por las calles de pequeños pueblos europeos.
Entonces tenía dos camaradas: el manso violinista pálido con su barba de rabino y el agobiado clarinetista con su largo capote que olía a vino y su gorro de visera. En el crepúsculo, cruzaban la llanura nevada de pueblo en pueblo, de chacra en chacra, sus tres sombras violetas fugitivas sobre la nieve, sus figuras oscuras recortadas contra el cielo, bailando y tocando para sí mismos, uno tras el otro en fila india, en la inmensidad de la llanura nevada, libres como pájaros, creando mundos efímeros e inaprensibles, melodías como humo, tocando canciones más antiguas que sus propias memorias. Y en los pueblos tocaban en la calle, con judíos respetables con abrigos de cuellos de piel haciéndole corrillo y echando monedas en el gorro de la visera. Aunque la mayoría de los judíos no fueran ricos y vivieran en la tristeza y la miseria y apenas juntaban algo de valor, algún pogrom oportuno se encargaba de arrebatárselo. Pero ellos traían la alegría. Y tocaban en las casas, en los casamientos y los bautizos, y les daban pan negro y un vaso de té, como pago. Y las madres les decían a sus niños: Cuidado con los artistas, esos “shnorers”, esos “harapientos”, pero los amaban y les temían, porque ellos le daban nombre a todas las cosas y decían la verdad y esperaban, por todos, la edad dorada que terminaría con la opresión y la tristeza. Y el artista sabía que allí, por todo ese nevado país, miles y miles de judíos lo esperaban siempre y cuando estaba con ellos sentía que algo los fundía a todos, una honda alegría indestructible que florecía sobre el velado tono menor y atribulado de su música, una alegría en la que ellos lo necesitaban a él porque era la voz de todos; él, que era apenas un artista niño, un rey harapiento; él que era el corazón del mundo.
Después los pueblitos ardieron. El humo oscureció el cielo. Todo aquello empezó a morir. Mil años de vida judía en Europa oriental empezaron a morir. Huyó a Buenos Aires. Y aquí vendió su acordeón porque ya nadie le escucharía por las calles. Descubrió aquel sótano. Después los diarios idish le dijeron que allí todo había terminado.
Ahora componía y componía, sudando dentro de sus baratas y gruesas camisas a cuadros, en el sótano, y solía tocar su música para sus paisanos, cuando lo llamaban para algún casamiento. Pero cada vez las tocaba menos, porque sus paisanos se iban muriendo.
- ¡Llegó! - dijo la cordial voz de bajo del sastre, su vecino de gran nariz enrojecida de frío. Venga a tomar un vaso de té. - Había asomado la cabeza por la puerta -. ¿Qué lo hizo venir tan temprano, hoy? - dijo hablando en idish. Porque todos hablaban idish. El sastre, la mujer, el artista.
Entró en la pieza del sastre que tenía un empapelado floreado con manchas de humedad y en la araña ardía una sola lámpara. Por el balcón se veía un cartel colgado de la baranda, sobre la calle: “Sastrería Al Caballero Elegante, créditos, casimires, modelos de última moda, rebajas”. La sastrería era esa pieza de hotel.
- ¿Y cómo está mi gatito, mi “kétzele”? - preguntó el sastre. - Su gatito, pensó el artista mientras, en el frío húmedo que destilaban las paredes, se calentaba las manos, largas, delgadas y arrugadas, con el vapor que salía por el pico de la pava, puesta sobre el calentador. Miró los vidrios de la ventana opacados por vahos de frío y apartó con el pie unos retazos de tela esparcidos por el piso. Ahora el sastre tomaba su té junto a la deshilachada cortina con flecos y apoyaba el vaso en los mosaicos, junto a la gran tijera, sentado en una silla baja de asiento de paja, con un saco sobre las rodillas. El artista trató de encender la modesta estufa que tenían a medias con el sastre, porque ellos tres eran los únicos judíos del hotel.
Sí. El otro le había regalado el gato cuando tenía figura de recién nacido y había llegado misteriosamente a su puerta. Ahora pensaba que eso era un signo, un prenuncio de lo que estaba ocurriendo, con ése, que ahora sabía que era un gato dorado, un ser mágico y leve que poseía lo maravilloso.


 Germán Rozenmacher nació el 27 de marzo de 1936 en la ciudad de Buenos Aires y en el seno de una familia judía ortodoxa y muy humilde. Su padre había llegado de Rusia y era un valorado cantor de sinagoga en el barrio de Once. Rozenmacher completó el seminario judío pensando inicialmente ser rabino. Su amigo Roberto Cossa afirmará más tarde que Rozenmacher "fue un desarraigado en su propio país hasta los 20 años, cuando empezó a descubrirse a sí mismo y al mundo que lo rodeaba".
Tras un breve paso por la Facultad de Derecho, continuó sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, convirtiéndose pronto en un prolífico escritor, dramaturgo y periodista notable.
Su primer libro de cuentos, Cabecita negra, al cual pertenece el cuento El gato dorado, fue un hito del boom editorial de los años sesenta, al cual le siguió Los ojos del tigre, y numerosas obras de teatro, entre las que se destacó Requiem para un viernes a la noche estrenada con gran resonancia, en el Teatro IFT en 1964.
Escribió algunos de los cuentos más entrañables de la narrativa argentina. Como intelectual, transitó intensamente las contradicciones de su tiempo. Con la tradición judía argentina y las tensiones políticas de su época como dimensiones fundamentales de su obra, Rozenmacher desarrolló una perspectiva que supo escapar a la disyuntiva entre realismo y vanguardia.
Falleció, accidentalmente, muy joven, a los 35 años.
Desde 1999 el Centro Cultural Ricardo Rojas entrega un premio para dramaturgos jóvenes con su nombre.
Germán Rozenmacher dejó sembrada en diversos medios una vasta producción reunida recientemente por la Biblioteca Nacional en una edición de sus obras completas.

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