8 de Sivan de 5774
Philip Roth se despide
En los años cincuenta y sesenta, un
grupo de novelistas norteamericanos tomó el relevo de la famosa
"generación perdida". Sus nombres: Saul Bellow, Bernard
Malamud, Norman Mailer, todos ellos de procedencia judía. El más
joven era un tal Philip Roth. Los cuatro sucedieron a un autor
formidable, considerado el padre de la narrativa judía
estadounidense, un escritor de origen ucraniano tardíamente
reconocido: Henry Roth.
Philip Roth, nacido en Nueva Jersey en
1933, nos dejó, después de más de 50 años de escritura, las mejores novelas,
conmovedoras y a la vez transgresoras obras maestras de la literatura
contemporánea : El lamento de Portnoy, La visita al
maestro, Sale el espectro, Operación Shylock, El
teatro de Sabbath, Pastoral americana, La conjura contra
América, por nombrar sólo
algunas de una treintena de textos publicados.
Recibió
numerosos y prestigiosos premios, el último fue el Premio Príncipe
de Asturias de las Letras.
Hacia fines de 2012, Roth anunció que
no volvería a publicar libros: "Estaba equivocado. La lucha con
la escritura terminó. Realmente es un gran alivio, algo cercano a
una experiencia sublime, sólo tener la muerte como preocupación".
Ahora, semanas atrás, protagonizó en Nueva York la que llamó su
última lectura pública con la cual se despide. Philip Roth ha
llegado al tramo final y entrega la pluma.
“Se encogió de hombros, y entonces
lo comprendí: no había querido que el rabino supiera lo que tenía
en mente, por miedo a lo que aquel joven de veintitrés años, a
quien él tanto respetaba, pudiera pensar de un judío dispuesto a
tirar por ahí sus tefelines. ¿O también en este punto me
equivocaba? Bien podía ser que en ningún momento hubiera pensado en
el rabino; bien podía ser que se le hubiera presentado, como una
súbita revelación, el conocimiento de que en aquel lugar secreto en
que los judíos permanecían desnudos, sin avergonzarse unos de
otros, le era posible dejar sus tefelines para que allí descansaran,
libres de todo riesgo; la noción de que el sitio donde sus tefelines
no sufrirían daño alguno, donde nadie los profanaría ni los
sometería a mancilla, donde incluso podía ser que les restituyeran
la santidad, era entre aquellas barrigas y aquellos testículos
judíos, tan familiares. Quizá lo que su acción significaba no era
que le diese vergüenza comparecer ante el joven educando de rabino,
quizá fuera una especie de declaración por su parte de que el
vestuario de hombres de la YHMA se hallaba, con respecto al corazón
del judaísmo a que él se había atenido su vida, más cerca que el
despacho del rabino en la sinagoga, de modo que nada podría haber
resultado más artificioso que acudir con los tefelines al rabino, ni
aunque éste hubiera tenido cien años y una barba hasta los pies.
Sí, el vestuario de la YHMA, donde se
desnudaban, donde sudaban (“schvitz”, en yiddish), donde
expandían su mal olor, donde – hombres entre hombres, sabiéndose
de memoria cada rincón y cada ranura de sus cuerpos gastados y
deformes – alternaban contándose chistes verdes y donde, antaño,
habían cerrado sus acuerdos comerciales... Ese era su templo, y allí
era donde seguían siendo judíos.”
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