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martes, 3 de junio de 2014

Jag haShavuot- Zman Matán Torá

Fragmento de "Patria / exilio" (*) de George Steiner

Desde la destrucción del Segundo Templo hasta 1948, el destino de las comunidades judías fue la dispersión y la amenaza recurrente (aunque no hay que olvidar cuántos judíos llevaron una vida más o menos normal, incluso feliz, dentro de los límites de su posición marginal). En el mejor de los casos, se ejercía la tolerancia y hasta la salvaguarda del remanente de un misterio arcaico de revelación y rechazo, útil desde el punto de vista económico pero ante el cual se sentía desconfianza y desprecio. Incluso la emancipación de los judíos europeos occidentales durante la Ilustración y en el siglo XIX fue solo parcial. Las exclusiones profesionales y sociales persistieron aun dentro de una sociedad más liberal. En cierto modo, sigue siendo así hasta el día de hoy. La excepción anglo-estadounidense se debió a causas y particularidades  muchas de las cuales no se entienden del todo hasta el día de hoy (¿el papel dominante de la Biblia en las estrategias y mitologías del protestantismo?). Aún así – para utilizar la sardónica imagen de Heine – el bautismo era  frecuentemente un pasaporte necesario para mejorar la suerte y prosperar. La irrupción y la perpetración de la Shoá volverían inequívoca e insoportable la fragilidad, la casi fatalidad de la condición judía. De ahí provino el milagro necesario de Israel.
Esta condición lamentable, esta capacidad de resistencia muy a menudo al borde del desastre, llevaba consigo una inmensa compensación moral. Desprovisto de poder, despojado de recursos políticos, el judaísmo de la diáspora dejó tras de sí las ferocidades tribales, la xenofobia y la arrogancia racial del Libro de Josué y otros textos triunfalistas del Pentateuco. Los judíos no podían hacer de otros “leñadores y aguateros”. El judaísmo no podía ejercer esa intolerancia religiosa y étnica que distingue al antiguo Israel del relajado politeísmo de la Grecia clásica y del a menudo cínico sincretismo de la civilitas romana.
En ese gueto a través del tiempo que definió la supervivencia judía, los judíos no podían hacer que otros hombres y mujeres perdieran su casa, humillarlos, matarlos ni torturarlos.
Para mí, esa incapacidad, por difícil y costosa que fuera, constituye una segunda alianza tan crucial como la contraída en el monte Sinaí, una segunda elección. “No despojarás a otro ser humano de su casa, no lo humillarás porque es distinto de ti, no pondrás sobre él la mano infernal de la tortura”. Porque aquel que tortura renuncia a su humanidad, fuera cuales fuesen las circunstancias. La observancia de esa segunda alianza, por mucho que viniera impuesta por limitaciones históricas y sociales, invistió a los judíos de una aristocracia moral, una singularidad entre las naciones mucho más noble, mucho más envidiable que la de ninguna otra. Es la que autorizó a Albert Einstein, cuando el servicio de inmigración le preguntó cuál era su raza, a contestar: “la humana”.
 
(*) de Identidades judías, modernidad y globalización, Paul Mendes-Flohr, Yom Tov Assis y Leonardo Senkman (eds), Editorial Lilmod, Buenos Aires,  2007.
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George Steiner (París, 1929) nació en el seno de una familia judía de origen vienés.Su primera educación la recibió en un Liceo parisino y luego en el Liceo Francés de Nueva York, tras haberse trasladado con su familia en 1940 para huir del nazismo.
Prominente crítico y teórico de la literatura y de la cultura , profesor y escritor.  Su obra tiende a la exploración, con reconocida brillantez, de temas culturales y filosóficos de interés permanente y ha ejercido una importante influencia en el discurso intelectual público de los últimos cincuenta años.

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