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La lengua absuelta (fragmento)
de Elías Canetti
Todos los viernes venían los gitanos. El viernes, en las
casa judías se preparaba todo para el sábado. Se limpiaba la casa de arriba
abajo, las muchachas búlgaras corrían de un lado para otro, en la cocina había
mucha faena, nadie tenía tiempo para mí. Completamente solo, yo esperaba a los
gitanos con la cara aplastada contra los cristales de la gigantesca sala de
estar. Les tenía un miedo horroroso, supongo que también por lo que las
muchachas me habían contado de ellos, en los largos y oscuros atardeceres que
pasábamos en el diván. Estaba convencido de que los gitanos secuestraban a los
niños y que ya me habían echado el ojo a mi.
Pero a pesar de este terror no hubiera dejado de
contemplarlos, era espléndido el aspecto que ofrecían. El portón del patio se abría
de par en par, pues necesitaban espacio. Aparecían como una tribu, un patriarca
ciego se alzaba siempre en medio, el bisabuelo me decían, un hermoso anciano de
cabellos blancos que caminaba, apoyado en dos nietas mayores, vestido de
harapos multicolores. A su alrededor, estrechamente apiñados, había gitanos de
todas las edades, muy pocos hombres, casi todos mujeres e innumerables niños,
los mas pequeños en brazos de sus madres, los otros saltando pero sin alejarse
demasiado del soberbio anciano, que permanecía siempre en el centro. Todo el
cortejo era terriblemente denso, nunca había visto tantas personas juntas
siguiendo el mismo itinerario; en esta ciudad tan llena de color la comitiva
era lo más variopinto. Los harapos con que remendaban sus ropas brillaban,
multicolores, pero en general el color que resaltaba más era el rojo. Muchos llevaban
sacos a la espalda y a mí me costaba no imaginar que dentro tuvieran niños
secuestrados.
Me parecían innumerables, aunque si ahora trato de evaluar
su numero diría que no eran mas de treinta o cuarenta.
De todos modos, jamás había visto tanta gente en el patio
grande, y como se movían muy lentamente a causa del anciano, el cortejo
resultaba interminable. Pero no se quedaban aquí sino que, dando la vuelta a la
casa, llegaban al patio de la cocina, donde yacía la leña amontonada, y allí se
instalaban.
Yo acostumbraba a esperar el momento en que hacían su aparición
por el portón del patio, y no bien divisaba al anciano ciego, cruzaba corriendo
la larga sala de estar y el aún mas largo corredor que comunicaba por la parte
de atrás con la cocina, vociferando: “¡Zínganas!
¡Zínganas!”. Allí estaba mi madre, dando instrucciones para el menú del
sábado, algunas de cuyas especialidades las preparaba ella misma. Yo ni siquiera
veía a las muchachas con las que tropezaba a menudo en el camino; continuaba
gritando como un enloquecido hasta que topaba con mi madre que me decía algo
para tranquilizarme. Pero en lugar de quedarme con ella, me precipitaba de
nuevo por el largo camino, atisbaba por la ventana el avance de los gitanos,
que apenas si habían adelantado un poco, y volvía inmediatamente para
notificarlo en la cocina. Anhelaba verlos, me sentía poseído por ellos, pero en
cuanto los había visto me aterrorizaba la idea de que me hubieran descubierto y
echaba a correr gritando de pánico. Así trascurría un buen rato, yendo de un
lado para otro. Creo que esta la causa de que haya conservado tan vivo el
recuerdo de la longitud de la casa entre los dos patios.
Tan pronto como alcanzaban su meta, delante de la cocina, el
anciano se instalaba en el centro y los demás en torno de él, se abrían los
sacos y las mujeres iban recogiendo los donativos sin pelearse. Recibían
cantidad de leña, lo cual parecía satisfacerles enormemente, y también mucha
comida. Se les entregaba algo de todo lo que se había preparado y jamás se les
daba desperdicios. Yo me sentí aliviado al comprobar que no escondían niños en
los sacos, y me paseaba entre ellos pegado a las faldas de mi madre; me
examinaban cuidadosamente, pero procuraba no acercarme demasiado a aquellas
mujeres que trataban de acariciarme. El anciano ciego comía lentamente de una
fuente, descansaba y se tomaba su tiempo. Los demás no tocaban ningún manjar,
todo desaparecía en los grandes sacos y solo los niños podían picar los dulces
que se les habían obsequiado. Me maravillaba lo cariñosos que eran con sus
pequeños, nada que ver con malvados secuestradores de niños. Pero esto en nada
modificaba mi terror. Después de un rato, que a mí me parecía interminable, se
levantaban y la comitiva volvía a dar la vuelta alrededor de la casa, y a través
del patio, un poco más rápidamente que a la llegada. Desde la misma ventana los
seguía con la vista hasta que desaparecían por el portón. Entonces volvía
corriendo por última vez a la cocina diciendo: “¡Los gitanos se han ido!”;
nuestro criado me tomaba de la mano, me llevaba hasta el portón, decía: “Ya no
volverán”, y lo cerraba. El portón del patio solía permanecer abierto; pero los
viernes hubiera podido entrar cualquier otro grupo de gitanos: cerrándolo, se
les indicaba que su gente ya había pasado por allí, y pasaban de largo.
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Elías Canetti
Nació en 1905, en el seno de una familia hispanohablante de judíos sefardíes en Ruschuck (Bulgaria). Canetti, cuyos antepasados italianizaron el nombre de Canete, aprendió, en el seno de su familia, el español arcaico. Nacionalizado británico. En 1911 abandonó su país para trasladarse a Inglaterra, en 1913 a Viena, a Zurich en 1916 y a Frankfurt en 1921. En el año 1924 regresó a Viena. Estudió Ciencias Naturales y Química en la Universidad de Viena, obteniendo su doctorado en Química en 1929, y donde después cambio su matrícula a Filosofía y Letras, disciplina en la que alcanzó el grado de doctor. Desde entonces se dedicó plenamente a escribir.
Su primera obra fue un ensayo creativo sobre Kafka, con el título de El otro proceso de Kafka. Su única novela, fue Auto de fe (1936), concebida como la primera en una serie de ocho. A partir de esta novela, se centró en la historia, la literatura de viajes, el teatro, la crítica literaria y la escritura de sus memorias.
Autor de tres obras de teatro: La boda, La comedia de la vanidad y Los emplazados así como de La lengua absuelta, La antorcha al oído, El juego de los ojos y Las voces de Marrakech. Su Masa y poder (1962) es un libro ambicioso, una combinación de antropología e historia Sus tres volúmenes de memorias, La lengua absuelta (1977), del cual se tomó el fragmento transcripto aquí, La antorcha al oído (1980) y El testigo escuchador (1985), abarcan su vida antes de la IIª Guerra Mundial.
En 1981 le concedieron el Premio Nobel de Literatura.
Murió en Zurich en 1994.
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