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viernes, 7 de junio de 2013

Misceláneas judías para la pausa del Sábado



29 de Sivan de 5773
Del amor como alegría (*)
de Manuel  Cruz

La definición spinoziana de la esencia del amor en la Ética demostrada según el orden geométrico queda formulada en los siguientes términos: "el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior". Por su parte, el deseo podría definirse como "el apetito acompañado de su conciencia", y aunque nos centraremos en el primero, la referencia al segundo es importante porque para Spinoza el deseo es el afecto básico, concibiendo la alegría y la tristeza como sus primeras variaciones y derivando todos los demás, incluyendo el amor, a partir de ellos.
Conviene empezar indicando que el mero hecho de que el amor resulte susceptible de ser definido ya resulta, en el esquema de Spinoza, algo profundamente significativo. Para él es posible abordar la cuestión del amor humano de manera que de su análisis extraigamos verdades objetivas. A este respecto, las declaraciones de Spinoza son absolutamente inequívocas: propone tratar los afectos humanos "como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos".
Planteando las cosas de semejante forma, se distancia por un igual de quienes "prefieren, tocante a los afectos y actos humanos, detestarlos y ridiculizarlos más bien que entenderlos" y de quienes, apreciándolos, consideran a los afectos fuera de las leyes de la naturaleza, sin que quepa seguir orden alguno con respecto a ellos. Por supuesto, tanto unos como otros tienden más bien a definirse por unas tesis que, en realidad, son los efectos derivados de aquellos. Es el caso, que señala Spinoza tras presentar su definición de amor, de aquella otra manera de concebirlo en tanto "la voluntad que tiene el amante de unirse a la cosa amada", entendiendo por voluntad el contento que produce en nosotros la presencia de dicha cosa amada. Para Spinoza, el error conceptual de esta otra versión consiste en que la presencia del amado no puede constituir la esencia del amor porque sigue habiendo amor incluso cuando el amado está ausente.
Pero es que, además, en la versión criticada por Spinoza el amado importa de una manera muy particular: importa en la medida en que es fuente de alegría, sin contemplar el conocimiento de él. Con otras palabras, este amado es únicamente ocasión, oportunidad, mero soporte material para la idea preconcebida del amor que pueda tener el amante. La desesperada necesidad con la que se buscan, por más apasionada que parezca, es meramente instrumental: se necesitan el uno al otro para arder en el fuego de la pasión, pero ninguno de ellos necesita verdaderamente al otro tal como es, en su real y concreta especificidad. En ese sentido, en tales situaciones -representadas de manera emblemática por lo que se suele denominar flechazo, cuya característica fundamental es precisamente que la rapidez, casi instantánea, con la que brota el vínculo amoroso parece hacer de todo punto innecesario un proceso de conocimiento entre los presuntamente enamorados- lo que hay, más que amor al amado es, utilizando la expresión que Denis de Rougemont toma de Agustín, un amor al amor.
Pues bien, frente a ambos grupos (el de quienes desdeñan los afectos y el de quienes los valoran en clave subjetivista), Spinoza postula la dimensión cognitiva consustancial a nuestras emociones. El temor, la aflicción, la ira, la alegría e incluso el mismo amor suponen la valoración de la situación en la que ellas se producen. En ese sentido, las emociones, lejos de ser simples impulsos o instintos, constituyen patrones sumamente selectivos de visión e interpretación. Aunque, eso sí, el conocimiento que cualquiera de aquellas reacciones aporta es un conocimiento planteado desde una perspectiva específica, en concreto, la de hasta qué punto una determinada situación afecta a mi bienestar, en qué medida lo altera.
El amor es la conciencia de una transición significativa en la dirección de un mayor florecimiento personal. En la alegría del amante este experimenta cómo se realiza su ser con una perfección mayor a la que experimentaba antes de sentir esa alegría. Aunque también podría plantearse lo mismo en el plano del lenguaje cotidiano y constatar que se expresan con bastante propiedad quienes declaran cosas tales como que el amor hace que saquen lo mejor de sí, o que el haber conocido (y haberse enamorado) de X les ha transformado en sentido positivo. Con la contrapartida inevitable de que no cabría considerar en puridad como amor en sentido spinoziano todas esas relaciones tóxicas, en las que, a la inversa, una de las personas acaba sacando lo peor de sí, por no hablar de cuando termina autodestruyéndose.
En todo caso, la alegría en cuestión, definida por Spinoza como el paso del hombre de una menor a una mayor perfección, en modo alguno significa que el individuo se transforme en alguien distinto al que era en el sentido de que su esencia o forma cambien a otra (por más que a los afectados a menudo les agrade fantasear tan radical mudanza). Significa que aumenta su potencia de obrar, "tal y como se la entiende según su naturaleza". En consecuencia, en cuanto alegría el amor es paso o transformación de nuestra potencia en una potencia aún mayor de existir, de actuar. Acaso lo que más importe resaltar de esto sea la idea de que esa búsqueda de mejora, en un horizonte de perfección, lejos de constituir el resultado de una decisión libremente tomada, forma parte de la propia naturaleza humana.
Porque es en esta perspectiva en la que se deben interpretar todas las afirmaciones spinozianas resaltando la importancia del amor (incluidas las de su juventud, como aquella en la que sostenía que "no podríamos existir sin gozar de algo a lo que estemos unidos y fortalecidos"). Lo que las sustenta, al tiempo que les proporciona su sentido último, es precisamente el convencimiento por parte del filósofo de la dimensión carencial del ser humano. A la esencia de todas las personas, señala Spinoza en su antropología, pertenece el deseo de buscar todo cuanto contribuya a su mejoramiento. Y si, en general, necesitamos muchas cosas debido a nuestra naturaleza, en particular nos necesitamos los unos a los otros ("nada es más útil al hombre que el hombre"), necesidad de la que dejan clara constancia determinadas emociones, que constituyen, en ese sentido, el reconocimiento de nuestra dependencia de los demás.
En cierto sentido, pues, el amor es una cuestión de supervivencia para el individuo. Lo que aparece como contento o júbilo se basa en realidad en una carencia fundamental inscrita en lo más íntimo del corazón humano: para no amar, había sostenido también el filósofo cuando era joven, haría falta no conocer, pero no conocer equivale a no ser. Bien pudiéramos decir, entonces, que el amado provoca en el amante la alegría del amor pero no la crea.
Alguien podría pensar que esta relativa indiferencia del objeto amoroso (el amado solo desencadena la alegría, lo que implica que idéntica función podría ser desempeñada por otro) libera al amante de muchas de las servidumbres que a menudo acompañan a la experiencia amorosa. El amante spinoziano es consciente de que la posesión del objeto amoroso no es inteligible en cuanto objetivo si no hace referencia a las necesidades del yo, lo que implica que quien conozca estas adecuadamente (y sepa, por tanto, que aquella posesión nunca puede constituir un fin en sí mismo) se encontrará en una posición de mayor autonomía que el enamorado bobo que sea ignorante de ellas (resultando indiferente a estos efectos que se encuentre en esta actitud como resultado de un flechazo o de un proceso). Pero asimismo sabe, frente al platónico irredento, que tampoco se trata de buscar ningún bien de carácter superior en el particular objeto de nuestro amor, sino que este ha de ser puesto en relación con nuestros conflictos más apremiantes, de manera que el presunto bien sea un bien para nosotros.
Es imposible amar intensamente a una persona manteniendo al mismo tiempo la convicción de que su lugar podría ser ocupado por cualquier otra. Se diría que la lógica de funcionamiento interno del amor exige considerar al amado como único e irrepetible. Su necesario conocimiento solo puede seguir, por tanto, la dirección de afirmar su especificidad.
Pero el caso es que determinadas personas desencadenan en nosotros dicha emoción mientras que otras no lo hacen en absoluto, y no está claro que Spinoza disponga de una explicación para ello. Lo cual acaso no debiera ser valorado como una deficiencia de su planteamiento, sino más bien como el reconocimiento por su parte del irreductible elemento de misterio que acompaña a toda relación amorosa. La necesidad de que el objeto de amor sea independiente del amante (puesto que en caso contrario no habría genuino florecimiento del yo) constituye, en cierto sentido, el sensor de la emoción amorosa, que es vivida por este de manera tanto más intensa cuanto más siente depender de la persona amada, hasta el extremo de que ni la felicidad misma le resulta capaz de concebir sin ella. Pero la conciencia de tal dependencia, señala Spinoza, es fuente de odio porque es conciencia del poder que posee el amado para disminuir el bienestar del amante. No poder poseer por completo al objeto amado genera el dolor de la angustia y de la frustración (que nada casualmente termina virando en odio cuando se produce esa pérdida definitiva que es la ruptura).
En este mismo capítulo de los efectos derivados de la exterioridad de la causa del amor deberíamos incluir los celos (la amada, irreductiblemente independiente del amante, puede amar a otra persona), a los que se define en la Ética como "fluctuación del ánimo surgida del amor y a la vez del odio, y acompañada de la idea de otro al que se envidia". La definición se acompaña con una descripción de la experiencia de los celos difícil de imaginar en alguien que no los hubiera sufrido en su propia carne: "quien imagina que la mujer que ama se entrega a otro no solamente se entristecerá por resultar reprimido su propio apetito, sino que también la aborrecerá porque se ve obligado a unir la imagen de la cosa amada a las partes pudendas y las excreciones del otro".
Tal vez la cruda veracidad de esta última descripción, que irrumpe como un golpe de efecto teatral en ese sistema rígidamente intelectual de Spinoza, muestre sin demasiados velos la profunda contradicción -ahora sí- que parece recorrer su planteamiento por entero. Y es que, de un lado, nuestro autor reconoce la omnipotencia del deseo, la fuerza desmedida de los sentimientos, cuando escribe cosas tales como que "la fuerza de una pasión o afecto puede superar todas las demás acciones del hombre, o sea, puede superar su potencia, hasta tal punto que ese afecto quede pertinazmente adherido al hombre". Pero, de otro, en todo momento se muestra preocupado por los efectos de tan desmedida fuerza. De ahí algunas de las formulaciones, más literarias, que recoge de las Sagradas Escrituras a este respecto, como, por ejemplo, "la pasión es una caries para los huesos" o "el deseo es despiadado como el sepulcro". En definitiva, para Spinoza el amor (al igual que el odio, el temor y las demás emociones) es tan fuerte que nos debilita.
Aquello, por tanto, que constituye la condición de posibilidad de la alegría es, al propio tiempo, lo que la amenaza. Aquello que el individuo ama porque constituye el instrumento privilegiado para alcanzar la felicidad es precisamente aquello que lo esclaviza y, en la misma medida, lo que le resulta odioso. Las emociones, imprescindibles para preservar, perseverar y mejorar al sujeto, lo convierten en dependiente de la fortuna, condenado "a ser zarandeado por causas exteriores y no gozar nunca de la verdadera tranquilidad de ánimo". La inequívoca inspiración estoica de los planteamientos spinozianos aboca en el caso específico de la emoción amorosa en la misoginia y, en el de las emociones en general, en la renuncia a las cosas que otros consideran esenciales para el bienestar.
No existe, de acuerdo con lo expuesto, más amor que el amor anestesiado, más pasión que la que conseguimos que no exista. Hay renuncia, reconoce Spinoza al final de la Ética, pero ella misma es la prueba de que hemos alcanzado la felicidad. Alguien podría valorar este recurso argumentativo postrero como una manifestación, apenas enmascarada, de la ancestral tendencia del pensamiento a presentar lo inevitable como virtuoso. Se diría que nuestro autor intenta protegerse de este reproche cuando concluye su libro con un tan rotundo como enigmático "todo lo excelso es tan difícil como raro".
Pero tal vez conviniera detenerse un paso antes de esa conclusión, en el momento en el que Spinoza constata el misterio que acompaña a la elección de la persona amada. Que quedemos prendados de alguien que, sobre el papel, no cumplía ninguno de los requisitos que estábamos convencidos de que debía cumplir nuestra pareja ideal o que, a la inversa, nunca estalle la chispa con aquella otra persona que sí parecía cumplirlos y con la que incluso, por añadidura, teníamos trato frecuente y fluido, quizá no impugne la idea spinoziana de que lo que está en juego en el amor es la satisfacción de toda una serie de necesidades profundas del yo. Acaso lo que pruebe la pareja inesperada o sorprendente es que uno nunca termina de conocerse del todo a sí mismo.

(*) Del libro Amo, luego existo. Los filósofos y el amor de Manuel Cruz, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 2013
Disponible en nuestra Biblioteca.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea 
en la Universidad de Barcelona.


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