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viernes, 7 de junio de 2013

"Diálogo entre dos Mundos"

Por Jack Fuchs y Silvia Lef 
 
Jack:
Esta semana murió un gran hombre, amigo mío y sobreviviente
también: Henry Morgentaler. Se desempeñó como médico en Canadá y cobró
un gran renombre por su particular lucha humanística por ideales. Hace
siete años le dediqué una contratapa de Página 12. Ahora que murió 
lo rememoro con este mismo artículo.
Me gustaría leerlo contigo.

Silvia
Podríamos compartirlo con los lectores de nuestros diálogos semanales.
¿Qué te parece, Jack?

Jack:
Me parece muy pero muy bien. Creo que es el mejor homenaje para
hacerle, difundir su aporte y que sepan cómo estuvo vinculado a mi
persona, desde aquella época en adelante.

Silvia:
La idea es que lean tu letra, al respecto.

Jack:
"Mi amigo Heniek, el hombre más discutido en Canadá"
Hace unos cuarenta años que pronunciar el nombre del doctor Henry
Morgentaler en Canadá produce un efecto tumultuoso. Pienso en el
panteón argentino y no encuentro equivalentes precisos. ¿Quién es
Henry Morgentaler? Hacia mediados de los ’60, Morgentaler inició en
Montreal una resonante campaña en favor del derecho de las mujeres al
aborto. Médico, recibido en Bélgica, tuvo de inmediato el apoyo de los
grupos feministas de entonces y la permanente solicitación de que él
mismo, en calidad de médico, hiciera abortos. A partir de 1969
abandonó su especialidad en psiquiatría y, abiertamente, en una
clínica de su propiedad, se dedicó a la práctica ilegal del aborto. En
1973 anunció públicamente que había hecho más de cinco mil abortos 
y permitió que un programa de la televisión de Quebec filmara una de sus
intervenciones. La intención de Morgentaler fue la de autodenunciarse
y concurrir ante un tribunal, confiando en el sentido común y en el
espíritu abierto de los canadienses. A pesar de que un jurado de 11
hombres y sólo una mujer lo absolvió, el juez terminó condenándolo 
y fue a prisión durante diez meses. Como Morgentaler se caracterizó
siempre por ser un espíritu inquieto, se dedicó a hipnotizar a otros
presos y armó una biblioteca, quizá los guardianes y reclusos hayan
hecho una fiesta cuando salió: un alivio para él y pero también para
la población del penal.  Finalmente, hace ya 15 años, la Corte
canadiense legalizó el aborto. La actividad de Morgentaler, su
publicidad a favor de un humanismo secular que comprendiera la
necesidad de dar  marco legal a la decisión y el deseo de procrear,
fue fundamental en Canadá. En estos días, Morgentaler volvió a ocupar
la primerísima plana de la prensa canadiense en ocasión de haber sido
propuesto para recibir el máximo reconocimiento que otorga Canadá a
las personalidades públicas, la Orden de Honor. El doctor Morgentaler,
que dirigió una célebre carta a Juan Pablo II en la que expone sus
puntos de vista acerca del aborto, está otra vez en el centro de la
discusión y el debate: ahora propone abrir una clínica en el Ártico,
para evitar que las mujeres tengan que desplazarse cuando deciden
interrumpir sus embarazos.
Pero la historia que quiero contar es otra, más personal. Más
directamente ligada a mi vida. No quiero pronunciarme acerca de la
delicada cuestión del aborto, quiero recordar a mi amigo, a mi
compañero de Auschwitz y Dachau. Conozco a Henry Morgentaler desde mi
adolescencia. Los dos vivimos la experiencia del gueto en Lodz. El es
algo mayor que yo, quizá uno o dos años, los dos viajamos en el mismo
transporte a Auschwitz, tenemos números casi correlativos, ninguno de
los dos lleva el número grabado en el brazo, en esos días, por alguna
razón, no nos marcaban. Su padre era un conocido activista  socialista
del Bund, fue una de las primeras víctimas de la ocupación de Lodz.
Con Henry  y con su hermano, Mumek, compartimos aventuras de
militancia durante los años del gueto. En agosto de 1944 nos
deportaron juntos, con nuestras familias. Y juntos también, él, Mumek
y yo, fuimos a parar al campo de trabajo de Dachau. Un mes antes de la
liberación, el campo donde estábamos fue declarado en cuarentena. Casi
todos estábamos en estado de desnutrición, enfermos. Me queda un
ligero pero intenso recuerdo del hambre, o mejor, no del hambre sino
de la extraña lucidez, de la claridad y el abandono que me envolvían
en el hambre. Los hermanos Morgentaler estaban un poco mejor que yo.
En algún momento me crucé con él, con Henry; nosotros lo 
llamábamos Heniek. No sé por qué recuerdo con mucha precisión el diálogo que
tuvimos: “Heniek, siento que me muero”, le dije, y él me respondió
“Iankele, aguantá, tenés que aguantar, quizá está por terminar 
la pesadilla”. Los días previos a la liberación fueron días de mucho
desconcierto. En medio del desorden, Mumiek se las ingeniaba para
conseguir pan y repartirlo. Me acuerdo bien: Mumiek me trajo un
pancito. Cuando en ese estado se come algo, se produce un repentino
resplandor, no es alivio, es un aliento indescifrable.
Mumiek murió hace unos años y sus cenizas, por pedido suyo, fueron
esparcidas en el campo de Auschwitz donde murió toda su familia. Leo
sobre Henry en la prensa internacional, acaba de publicarse una
biografía suya, Henry, que jamás posó de sobreviviente, que no quiso
jurar sobre la Biblia durante el juicio, que se enfrentó a los poderes
públicos, que recibió el apoyo y la crítica feroz de las feministas,
Henry que a sus ochenta años todavía sigue dando pasto a su fama de
hombre galante, de conquistador y bonvivant, que debió sentir un
enorme estremecimiento frente a la justicia y la opinión pública
canadiense, o en la soledad de la cárcel, cuando años antes, la
política nazi lo había condenado a él y al pueblo judío a morir sin
ninguna defensa, es para mí, aún, ese muchacho que me empujó a vivir.
El renombre de Heniek despierta en mí las huellas del pasado. Es el
misterio de los encuentros y desencuentros, el misterio de los
destinos y de los pequeños dramas biográficos. Me pregunto, no puedo
dejar de preguntarme, cuáles son las razones por las que un hombre que
pasó por Auschwitz pudo dedicar sus años a una causa tan
controvertida, cómo pudo él mismo desarrollar una práctica que, 
más allá de todas las razonables consideraciones que puedan hacerse,
supone una intervención sobre la vida. Yo, ya en Argentina, me dediqué
muchísimo tiempo a trabajar con niños, en las escuelas. Creí que era
un deber o una obligación histórica hablarles de mi Lodz, del mundo
judío que desapareció con la guerra, hacer memoria del espanto. Una
tarea también muy delicada. Encontrar la manera de hablar de Auschwitz
sin despertar odio, hablar del horror sin horrorizar. No me
arrepiento, para nada. Tengo la esperanza de haber sido alguna vez
escuchado, y me basta con eso. Pero a la vez, ahora, me invade un
sentimiento de vacilación, un inevitable esceptisismo acerca de la
eficacia de toda pedagogía.
Nos encontramos en 1970 en Buenos Aires, iba de paso para Chile a
visitar a la familia de su segunda esposa. La última vez que vi a
Heniek fue en Montreal, en 1976. Yo había viajado con mi hija,
Marianne, y él estaba con sus hijos. Hablamos, me contó detalles de su
vida. Seguramente hice lo mismo. Pude reconocer la enorme satisfacción
que debió sentir al enfrentar un tribunal, al ser acusado, condenado y
absuelto, vi en él el brillo del triunfo. Haber tomado riesgos,
haberse autoacusado, haberse defendido, no hacía mucho que había
salido de la cárcel y estaba seguro de que finalmente, en Canadá, iba
a terminar por aprobarse, como ocurrió, una ley que contemplara la
legitimidad del aborto. Para Heniek, el mejor modo de evitar los
campos de concentración es permitir que los hijos vengan al mundo
cuando son verdaderamente deseados, cuando no están rodeados de tabúes
oscuros e irracionales, cuando son hijos de la decisión y el amor. Yo
quizá creí en el poder de la memoria y la educación. Probablemente los
dos estemos en lo cierto. Probablemente los dos hayamos incurrido otra
vez en los viejos ideales del humanismo. Y probablemente los dos
sepamos, a nuestro modo, que las cosas no tienen solución. Que la
historia es indiferente a la voluntad de hacer las cosas bien"

Silvia:
¡muy interesante, Jack!
En el final, te analogás a su obra desde la tuya propia. Te identifica
la lucha propia, con la virtud puesta en la memoria y en la educación,
en la vida personal!. ¿Una apuesta al idealismo? ¿Al idealismo de los
viejos ideales? ¿Los ideales de un Patriarca del Siglo XXI, nombrado
como Yacub?

Jack:
     "(...)"

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