29 de Sivan de 5773
Del amor como alegría (*)
de Manuel Cruz
La definición spinoziana de la esencia del amor en la
Ética demostrada según el orden geométrico queda formulada en los
siguientes términos: "el amor es una alegría acompañada por la idea de una
causa exterior". Por su parte, el deseo podría definirse como "el
apetito acompañado de su conciencia", y aunque nos centraremos en el
primero, la referencia al segundo es importante porque para Spinoza el deseo es
el afecto básico, concibiendo la alegría y la tristeza como sus primeras
variaciones y derivando todos los demás, incluyendo el amor, a partir de ellos.
Conviene empezar indicando que el mero hecho de que el amor resulte
susceptible de ser definido ya resulta, en el esquema de Spinoza, algo
profundamente significativo. Para él es posible abordar la cuestión del amor
humano de manera que de su análisis extraigamos verdades objetivas. A este
respecto, las declaraciones de Spinoza son absolutamente inequívocas: propone
tratar los afectos humanos "como si fuese cuestión de líneas, superficies
o cuerpos".
Planteando las cosas de semejante forma, se distancia por un igual de
quienes "prefieren, tocante a los afectos y actos humanos, detestarlos y
ridiculizarlos más bien que entenderlos" y de quienes, apreciándolos,
consideran a los afectos fuera de las leyes de la naturaleza, sin que quepa
seguir orden alguno con respecto a ellos. Por supuesto, tanto unos como otros
tienden más bien a definirse por unas tesis que, en realidad, son los efectos
derivados de aquellos. Es el caso, que señala Spinoza tras presentar su definición
de amor, de aquella otra manera de concebirlo en tanto "la voluntad que
tiene el amante de unirse a la cosa amada", entendiendo por voluntad el
contento que produce en nosotros la presencia de dicha cosa amada. Para
Spinoza, el error conceptual de esta otra versión consiste en que la presencia
del amado no puede constituir la esencia del amor porque sigue habiendo amor
incluso cuando el amado está ausente.
Pero es que, además, en la versión criticada por Spinoza el amado importa de
una manera muy particular: importa en la medida en que es fuente de alegría,
sin contemplar el conocimiento de él. Con otras palabras, este amado es
únicamente ocasión, oportunidad, mero soporte material para la idea
preconcebida del amor que pueda tener el amante. La desesperada necesidad con
la que se buscan, por más apasionada que parezca, es meramente instrumental: se
necesitan el uno al otro para arder en el fuego de la pasión, pero ninguno de
ellos necesita verdaderamente al otro tal como es, en su real y concreta especificidad.
En ese sentido, en tales situaciones -representadas de manera emblemática por
lo que se suele denominar
flechazo,
cuya característica fundamental es precisamente que la rapidez, casi
instantánea, con la que brota el vínculo amoroso parece hacer de todo punto
innecesario un proceso de conocimiento entre los presuntamente enamorados- lo
que hay, más que amor al amado es, utilizando la expresión que Denis de
Rougemont toma de Agustín, un
amor al
amor.
Pues bien, frente a ambos grupos (el de quienes desdeñan los afectos y el de
quienes los valoran en clave subjetivista), Spinoza postula la dimensión
cognitiva consustancial a nuestras emociones. El temor, la aflicción, la ira,
la alegría e incluso el mismo amor suponen la valoración de la situación en la
que ellas se producen. En ese sentido, las emociones, lejos de ser simples
impulsos o instintos, constituyen patrones sumamente selectivos de visión e
interpretación. Aunque, eso sí, el conocimiento que cualquiera de aquellas
reacciones aporta es un conocimiento planteado desde una perspectiva
específica, en concreto, la de hasta qué punto una determinada situación afecta
a mi bienestar, en qué medida lo altera.
El amor es la conciencia de una transición significativa en la dirección de
un mayor florecimiento personal. En la alegría del amante este experimenta cómo
se realiza su ser con una perfección mayor a la que experimentaba antes de
sentir esa alegría. Aunque también podría plantearse lo mismo en el plano del
lenguaje cotidiano y constatar que se expresan con bastante propiedad quienes
declaran cosas tales como que el amor hace que saquen lo mejor de sí, o que el
haber conocido (y haberse enamorado) de X les ha transformado en sentido
positivo. Con la contrapartida inevitable de que no cabría considerar en
puridad como amor en sentido spinoziano todas esas relaciones tóxicas, en las
que, a la inversa, una de las personas acaba sacando lo peor de sí, por no
hablar de cuando termina autodestruyéndose.
En todo caso, la alegría en cuestión, definida por Spinoza como el paso del
hombre de una menor a una mayor perfección, en modo alguno significa que el
individuo se transforme en alguien distinto al que era en el sentido de que su
esencia o forma cambien a otra (por más que a los afectados a menudo les agrade
fantasear tan radical mudanza). Significa que aumenta su potencia de obrar,
"tal y como se la entiende según su naturaleza". En consecuencia, en
cuanto alegría el amor es paso o transformación de nuestra potencia en una
potencia aún mayor de existir, de actuar. Acaso lo que más importe resaltar de
esto sea la idea de que esa búsqueda de mejora, en un horizonte de perfección,
lejos de constituir el resultado de una decisión libremente tomada, forma parte
de la propia naturaleza humana.
Porque es en esta perspectiva en la que se deben interpretar todas las
afirmaciones spinozianas resaltando la importancia del amor (incluidas las de
su juventud, como aquella en la que sostenía que "no podríamos existir sin
gozar de algo a lo que estemos unidos y fortalecidos"). Lo que las
sustenta, al tiempo que les proporciona su sentido último, es precisamente el
convencimiento por parte del filósofo de la dimensión carencial del ser humano.
A la esencia de todas las personas, señala Spinoza en su antropología, pertenece
el deseo de buscar todo cuanto contribuya a su mejoramiento. Y si, en general,
necesitamos muchas cosas debido a nuestra naturaleza, en particular nos
necesitamos los unos a los otros ("nada es más útil al hombre que el
hombre"), necesidad de la que dejan clara constancia determinadas
emociones, que constituyen, en ese sentido, el reconocimiento de nuestra
dependencia de los demás.
En cierto sentido, pues, el amor es una cuestión de supervivencia para el
individuo. Lo que aparece como contento o júbilo se basa en realidad en una
carencia fundamental inscrita en lo más íntimo del corazón humano: para no
amar, había sostenido también el filósofo cuando era joven, haría falta no
conocer, pero no conocer equivale a no ser. Bien pudiéramos decir, entonces, que
el amado provoca en el amante la alegría del amor pero no la crea.
Alguien podría pensar que esta relativa
indiferencia
del objeto amoroso (el amado
solo
desencadena la alegría, lo que implica que idéntica función podría ser
desempeñada por otro) libera al amante de muchas de las servidumbres que a
menudo acompañan a la experiencia amorosa. El amante spinoziano es consciente
de que la posesión del objeto amoroso no es inteligible en cuanto objetivo si
no hace referencia a las necesidades del yo, lo que implica que quien conozca
estas adecuadamente (y sepa, por tanto, que aquella posesión nunca puede
constituir un fin en sí mismo) se encontrará en una posición de mayor autonomía
que el enamorado
bobo que sea
ignorante de ellas (resultando indiferente a estos efectos que se encuentre en
esta actitud como resultado de un
flechazo
o de un proceso). Pero asimismo sabe, frente al platónico irredento, que
tampoco se trata de buscar ningún bien de carácter superior en el particular
objeto de nuestro amor, sino que este ha de ser puesto en relación con nuestros
conflictos más apremiantes, de manera que el presunto bien sea un bien para
nosotros.
Es imposible amar intensamente a una persona manteniendo al mismo tiempo la
convicción de que su lugar podría ser ocupado por cualquier otra. Se diría que
la lógica de funcionamiento interno del amor exige considerar al amado como
único e irrepetible. Su necesario conocimiento solo puede seguir, por tanto, la
dirección de afirmar su especificidad.
Pero el caso es que determinadas personas desencadenan en nosotros dicha
emoción mientras que otras no lo hacen en absoluto, y no está claro que Spinoza
disponga de una explicación para ello. Lo cual acaso no debiera ser valorado
como una deficiencia de su planteamiento, sino más bien como el reconocimiento
por su parte del irreductible elemento de misterio que acompaña a toda relación
amorosa. La necesidad de que el objeto de amor sea independiente del amante
(puesto que en caso contrario no habría genuino florecimiento del yo) constituye,
en cierto sentido, el sensor de la emoción amorosa, que es vivida por este de
manera tanto más intensa cuanto más siente depender de la persona amada, hasta
el extremo de que ni la felicidad misma le resulta capaz de concebir sin ella.
Pero la conciencia de tal dependencia, señala Spinoza, es fuente de odio porque
es conciencia del poder que posee el amado para disminuir el bienestar del
amante. No poder poseer por completo al objeto amado genera el dolor de la
angustia y de la frustración (que nada casualmente termina virando en odio
cuando se produce esa pérdida definitiva que es la ruptura).
En este mismo capítulo de los efectos derivados de la exterioridad de la
causa del amor deberíamos incluir los celos (la amada, irreductiblemente
independiente del amante, puede amar a otra persona), a los que se define en la
Ética como "fluctuación del
ánimo surgida del amor y a la vez del odio, y acompañada de la idea de otro al
que se envidia". La definición se acompaña con una descripción de la
experiencia de los celos difícil de imaginar en alguien que no los hubiera
sufrido en su propia carne: "quien imagina que la mujer que ama se entrega
a otro no solamente se entristecerá por resultar reprimido su propio apetito,
sino que también la aborrecerá porque se ve obligado a unir la imagen de la
cosa amada a las partes pudendas y las excreciones del otro".
Tal vez la cruda veracidad de esta última descripción, que irrumpe como un
golpe de efecto teatral en ese sistema rígidamente intelectual de Spinoza,
muestre sin demasiados velos la profunda contradicción -ahora sí- que parece
recorrer su planteamiento por entero. Y es que, de un lado, nuestro autor
reconoce la omnipotencia del deseo, la fuerza desmedida de los sentimientos,
cuando escribe cosas tales como que "la fuerza de una pasión o afecto
puede superar todas las demás acciones del hombre, o sea, puede superar su
potencia, hasta tal punto que ese afecto quede pertinazmente adherido al
hombre". Pero, de otro, en todo momento se muestra preocupado por los efectos
de tan desmedida fuerza. De ahí algunas de las formulaciones, más literarias,
que recoge de las Sagradas Escrituras a este respecto, como, por ejemplo,
"la pasión es una caries para los huesos" o "el deseo es
despiadado como el sepulcro". En definitiva, para Spinoza el amor (al
igual que el odio, el temor y las demás emociones) es tan fuerte que nos
debilita.
Aquello, por tanto, que constituye la condición de posibilidad de la alegría
es, al propio tiempo, lo que la amenaza. Aquello que el individuo ama porque
constituye el instrumento privilegiado para alcanzar la felicidad es
precisamente aquello que lo esclaviza y, en la misma medida, lo que le resulta
odioso. Las emociones, imprescindibles para preservar, perseverar y mejorar al
sujeto, lo convierten en dependiente de la fortuna, condenado "a ser
zarandeado por causas exteriores y no gozar nunca de la verdadera tranquilidad
de ánimo". La inequívoca inspiración estoica de los planteamientos
spinozianos aboca en el caso específico de la emoción amorosa en la misoginia
y, en el de las emociones en general, en la renuncia a las cosas que otros
consideran esenciales para el bienestar.
No existe, de acuerdo con lo expuesto, más amor que el amor anestesiado, más
pasión que la que conseguimos que no exista. Hay renuncia, reconoce Spinoza al
final de la
Ética, pero ella misma es
la prueba de que hemos alcanzado la felicidad. Alguien podría valorar este
recurso argumentativo postrero como una manifestación, apenas enmascarada, de
la ancestral tendencia del pensamiento a presentar lo inevitable como virtuoso.
Se diría que nuestro autor intenta protegerse de este reproche cuando concluye
su libro con un tan rotundo como enigmático "todo lo excelso es tan
difícil como raro".
Pero tal vez conviniera detenerse un paso antes de esa conclusión, en el
momento en el que Spinoza constata el misterio que acompaña a la elección de la
persona amada. Que quedemos prendados de alguien que, sobre el papel, no
cumplía ninguno de los requisitos que estábamos convencidos de que debía cumplir
nuestra
pareja ideal o que, a la
inversa, nunca estalle la chispa con aquella otra persona que sí parecía
cumplirlos y con la que incluso, por añadidura, teníamos trato frecuente y
fluido, quizá no impugne la idea spinoziana de que lo que está en juego en el
amor es la satisfacción de toda una serie de necesidades profundas del yo.
Acaso lo que pruebe la pareja
inesperada
o
sorprendente es que uno nunca
termina de conocerse del todo a sí mismo.
(*) Del libro Amo, luego existo. Los filósofos y el amor de Manuel Cruz, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 2013
Disponible en nuestra Biblioteca.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea
en la Universidad de Barcelona.