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jueves, 14 de agosto de 2014

Misceláneas judías para la pausa del Sábado

19 de Av de 5774

Exodo y exilio (fragmento) de Arnoldo Liberman*

… ese pequeño hecho histórico – vivir en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, Argentina, en el momento en que en Europa gaseaban a miles de niños como yo – hizo que retuviera, recordara e intentara modificar aquello que me era inferido sin consulta, que me determinaba sin albedrío, que me designaba sin darme opción. Judío en un mundo que no terminaba de aceptarme, esta negatividad debía ser el núcleo mismo de una opción creadora, un mundo que debía cambiar también para mí. Muchos años más tarde, ya exiliado en Madrid, recordaría insistentemente a mi abuela, a mi bobe, comunista rusa de la revuelta de 1905, que encendía velas para las fiestas judías: “Acordate de Moisés sin olvidar al general San Martín”, me decía. Hice de estas palabras una máxima de vida. Yo era un argentino de raigambre europea y criolla (abuelos y padre venidos de la Rusia de los zares, exactamente de Ucrania, y madre nacida en Argentina), con la sangre transitada por dos vertientes y con mi cuerpo como campo de batalla de mis esforzados intentos por ser la suma de esas dos vertientes. Por eso, claro, yo era el emergente de esa cupla que mi bobe me indicaba: Moisés y José de San Martín. Esa singular pareja había marcado a fuego mi infancia, y yo – que quería rescatarlo todo, el pescado relleno y el asado con cuero, el freilaj y el tango, el Día del perdón y el Día de la Independencia, las anécdotas contestatarias de mi bobe y la historia de mis próceres argentinos que liberaban a los pueblos de Chile y Perú – yo, digo, vivía en una realidad fáctica y a la vez fantasiosa. Mis horas del día eran de argentino como todos. Pero en esa aparente homogeneidad subyacían pruebas incuestionables que de ese como todos no era más que una ilusión de adolescente. Yo era un gaucho pero mis espuelas estaban hechas con la Estrella de David. Yo era como todos pero todos no eran como yo. En mi casa flameaba la bandera argentina en todas las efemérides patrias, pero grupos de exaltados pasaban frente a nuestras puertas gritando consignas antijudías, tanto frente a la farmacia de mi madre como ante nuestro hogar, cercanos uno de otro. Yo debía crearme a mí mismo, en respuesta a dichas consignas pero sin traicionar la patria presente y mis amigos de infancia. Créanme, aun siento en el esternón aquellos gritos, aquella humillación, aquel temor.
Entonces surgió la parábola, el tentempié chaplinesco, la voltereta circense de mi imaginación: en la medida de mis fuerzas yo debía ser un rebelde, oponerme tanto a los nazis de Europa como a los de mi propio país, resolver la contradicción aparente con un testimonio de mis opciones ideológicas. Rebelde contra un destino que no me aceptaba, contra el chantaje anímico, contra la arbitrariedad ejercida sobre las ideas. Rebelde contra una Historia que me hacía un rebelde. No estaba dispuesto a transigir en una negación que comprometía mi fidelidad a mis huesos, a mis pertenencias y a mi patria. Yo era argentino porque había nacido en una tierra que era mía y en un himno que era mío, pero era a su vez aquel niño asesinado en Auschwitz. El mundo debía aceptar mi doble pertenencia y yo, insisto, estaba dispuesto a no vivir de mala conciencia. Todo servía para diagramar esta nueva definición de mis tribulaciones y hacerme dueño de mi mismo. Yo era argentino porque partía de un hecho inatacable: mi tierra, el lugar de nacimiento, mi ámbito de flujos e identificaciones, mi mundo afectivo, social y psicológico, mi patria maternal y concreta. En esos límites se jugaban mi devenir como hombre, mis vicisitudes intelectuales y mis sueños revolucionarios. Mi primera y esencial forma de autorreconocimiento. Yo reinvindicaba mi derecho de estar codo a codo con el resto de los argentinos y de allí mis conflictos pasaban a ser otros: mi desobediencia a un modelo constituido y arbitrario, mi rebeldía ante lo preestablecido, el reiterado dedo en la llaga, una justicia por venir. Un profeta judío, Jeremías, me había enseñado aquella conducta: “Cuando hablo, grito, grito contra la violencia y la opresión”. Frente a las ideas totalitarias, devastadoramente omnipotentes como manadas de búfalos, la lucha por una identidad múltiple y creadora. Como decía León Rozitchner, yo no olvidaba mis orígenes “desde mi sangre engranada con los padres no negados, con la propia historia asumida sin vergüenza”, y a su vez, frente a la psicopatología del gueto, las multiplicadas puertas de una lucha común a todos. Desde allí yo era argentino, judío y universal, como la aldea de Tolstoy. Ya que no podía abandonar aquellas identidades sin sentirme inauténtico – en el sentido más existencial y profundo del vocablo – debía hacerme con ellas, soldando mis distintos fragmentos, mi imaginario sin tierra, mi shtetl sin cuerpo, la tierra de mis colinas y el cuerpo de mis interrogantes. Yo no quería ser una abstracción, una construcción intelectual nacida de reflexiones humanistas, sino algo más, estar en la lucha con mi sello personal, alejado de todo absoluto totalizador pero inserto en la realidad, vigente en mis opciones más carnales: compromiso e integración, al fin. Sólo la posesión da derecho al ser: lo había leído en alguna parte, pero aquella mirada debía materializarse a través de la posesión de mí mismo. No carecía de contradicciones pero ellas me alimentaban, me incluían, me legalizaban. Tenía dos nacimientos pero un solo carnet de identidad: argentino-judío, nacido el 26 de junio de 1933 en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, Argentina, hijo de Salomón y Enriqueta. Desde allí, todo. Sin él, nada.
Ese imperativo categórico, insisto, no tenía un rigor abstracto (fácil de eludir como toda abstracción) sino que nacía desde mis arterias, donde era imposible expulsar cualquier vivencia e instalarme en la duda. Mi lenguaje estaba dañado desde mi infancia y con aquellas palabras debía – frente a otras que mantienen su cotización mentirosa – saldar cuentas con un pasado impertérrito. Frente a él estaba solo, con ese sentimiento de incompletud que nace en el fracaso de un sentimiento de integración plena. Sentimiento que se potenciaba ante la dura evidencia de que habría ya cosas que no recuperaría jamás. Debía decir con palabras sentimientos que aunque otros quisieran tachar les fuera imposible. Y ese lenguaje debía ser hijo de la memoria, con ella se iniciaba la justicia. Y aunque la palabra se había emputecido y sus diáfanas significaciones había perdido su transparencia inicial, yo debía insistir con ellas. George Steiner, en un ensayo titulado El vacío milagroso, me advertía: “Usen una lengua para concebir, organizar y justificar Belsen; úsenla para prescribir detalles para las cámaras de gas, úsenla para deshumanizar al hombre durante doce años de calculada bestialidad. Algo les ocurrirá. Hagan de las palabras lo que Hitler y Goebbels y cientos de miles de Untersturmführer hicieron; vehículos de terror y falsedad. Algo les ocurrirá a las palabras. Algo de las mentiras y el sadismo se penetrará en la médula del lenguaje. Imperceptiblemente al comienzo, como los venenos de radiación penetran en el hueso. Pero el cáncer comenzará y sembrará la destrucción. La lengua no podrá ya crecer y reverdecer. No podrá ya desempeñar, como hiciera antes, sus dos principales funciones: la transmisión del orden humano que denominamos ley y la comunicación de lo vivo del espíritu humano que llamamos gracia”. Pese a esta profecía deletérea y este diagnótico doloroso, yo debía insistir en las palabras. Porque la violencia que ejercen los regímenes totalitarios no es sólo física sino metafísica: el objetivo último, como lo ha comprobado la historia, no es la desaparición física de un sujeto sino la aniquilación de su memoria, a quien se pretende evaporar del proceso de los vivos y, aún más, que su presencia en la tierra nunca hubiera sucedido. Las fotos que portaban las madres de Plaza de Mayo eran la prueba inequívoca de que aquellos seres habían existido realmente y de que cada uno, desde sí mismo, era insustituible. Todo totalitarismo tiene como énfasis esencial ese intento de borradura, el quebrar al individuo no sólo físicamente sino en su propia vida interior, borrar la continuidad del propio yo y hacer de ese individuo un nadie, una brizna casual, un muerto sin muerte. Era como arrojar al individuo a una historia sin historia, a una catacumba sin nombre. Al ninguneo. Disolverlo. Esfumarlo. 
Poner nuestra memoria en sus rastros, usar de la palabra como denuncia y redención, es una de las luchas más hondas que podemos llevar contra los nazismos de diverso cuño que han habitado – y habitan – nuestro universo. Y debo reconocerlo, entre esos nazismos descubrí, en la progresión de mis días y de sus anécdotas vitales, que el totalitarismo no era sólo monopolio de la derecha sino que la izquierda, por la cual yo había apostado, contenía en sus entrañas otra manera del antisemitismo, aquel que disfrazado de cuestionamiento de Israel, de su derecho a la vida disfrazado de crítica política, de su lucha por su propia liberación nacional calificada como racista, sostenía, al fin de cuentas, iguales prejuicios. Naturalmente que se debe combatir toda forma de totalitarismo e incluso criticar un gobierno que toma medidas reaccionarias, pero lo que está prohibido para un auténtico hombre de izquierda es hacer de gobierno y pueblo sinónimos siniestros para justificar un prejuicio – inconsciente o no – vestido de racionalización ideológica. Gabriel Albiac cuenta una anécdota que quiero traer a estas páginas por su significación pertinente: “Hace ya varios días que la pintada estaba ahí, frente a mi ventana. ¡Muerte a los judíos! La firmaba no sé qué fracción extrema de Falange. Me había habituado a verla como parte del paisaje. Ya, la verdad, ni la veía. Esta mañana noté algo raro. Me fijé más. Alguien había tachado la firma. La había sustituido por las siglas de un grupo de izquierda radical. El texto permanecía intacto.”
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*Arnoldo Liberman (Entre Ríos, 1933) es médico psicoanalista, crítico de arte y escritor. Reside en Madrid desde hace 30 años.Es autor de poemarios y ensayos, entre estos últimos se destacan: Grietas como templos: biografía de una identidad (1984), Freud, el judío que regresó de Egipto (1990), Música. El exilio acompañado (2000) y Exodo y exilio. Saldos y retazos de una identidad (2006) del cual que se extrajo este fragmento. Es colaborador habitual de Raíces, revista judía de cultura - de la que ha sido miembro fundador-, y de otras publicaciones, con ensayos sobre temas psicológicos y artísticos. Ha recibido prestigiosos premios por sus obras. 
Exodo y exilio (Editorial Sefarad, 2006) está disponible en nuestra Biblioteca.

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