Exodo y exilio (fragmento) de Arnoldo Liberman*
… ese pequeño hecho histórico –
vivir en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos,
Argentina, en el momento en que en Europa gaseaban a miles de niños
como yo – hizo que retuviera, recordara e intentara modificar
aquello que me era inferido sin consulta, que me determinaba sin
albedrío, que me designaba sin darme opción. Judío en un mundo que
no terminaba de aceptarme, esta negatividad debía ser el núcleo
mismo de una opción creadora, un mundo que debía cambiar también
para mí. Muchos años más tarde, ya exiliado en Madrid,
recordaría insistentemente a mi abuela, a mi bobe, comunista
rusa de la revuelta de 1905, que encendía velas para las fiestas
judías: “Acordate de Moisés sin olvidar al general San Martín”,
me decía. Hice de estas palabras una máxima de vida. Yo era un
argentino de raigambre europea y criolla (abuelos y padre venidos de
la Rusia de los zares, exactamente de Ucrania, y madre nacida en
Argentina), con la sangre transitada por dos vertientes y con mi
cuerpo como campo de batalla de mis esforzados intentos por ser la
suma de esas dos vertientes. Por eso, claro, yo era el emergente de
esa cupla que mi bobe me indicaba: Moisés y José de San
Martín. Esa singular pareja había marcado a fuego mi infancia, y yo
– que quería rescatarlo todo, el pescado relleno y el asado con
cuero, el freilaj y el tango, el Día del perdón y el Día de
la Independencia, las anécdotas contestatarias de mi bobe y la
historia de mis próceres argentinos que liberaban a los pueblos de
Chile y Perú – yo, digo, vivía en una realidad fáctica y a la
vez fantasiosa. Mis horas del día eran de argentino como todos. Pero
en esa aparente homogeneidad subyacían pruebas incuestionables que
de ese como todos no era más que una ilusión de adolescente.
Yo era un gaucho pero mis espuelas estaban hechas con la Estrella de
David. Yo era como todos pero todos no eran como yo. En mi casa
flameaba la bandera argentina en todas las efemérides patrias, pero
grupos de exaltados pasaban frente a nuestras puertas gritando
consignas antijudías, tanto frente a la farmacia de mi madre como
ante nuestro hogar, cercanos uno de otro. Yo debía crearme a mí
mismo, en respuesta a dichas consignas pero sin traicionar la patria
presente y mis amigos de infancia. Créanme, aun siento en el
esternón aquellos gritos, aquella humillación, aquel temor.
Entonces surgió la parábola, el
tentempié chaplinesco, la voltereta circense de mi imaginación: en
la medida de mis fuerzas yo debía ser un rebelde, oponerme tanto a
los nazis de Europa como a los de mi propio país, resolver la
contradicción aparente con un testimonio de mis opciones
ideológicas. Rebelde contra un destino que no me aceptaba, contra el
chantaje anímico, contra la arbitrariedad ejercida sobre las ideas.
Rebelde contra una Historia que me hacía un rebelde. No estaba
dispuesto a transigir en una negación que comprometía mi fidelidad
a mis huesos, a mis pertenencias y a mi patria. Yo era argentino
porque había nacido en una tierra que era mía y en un himno que era
mío, pero era a su vez aquel niño asesinado en Auschwitz. El mundo
debía aceptar mi doble pertenencia y yo, insisto, estaba dispuesto a no vivir de mala conciencia. Todo servía para diagramar esta
nueva definición de mis tribulaciones y hacerme dueño de mi mismo.
Yo era argentino porque partía de un hecho inatacable: mi tierra, el
lugar de nacimiento, mi ámbito de flujos e identificaciones, mi
mundo afectivo, social y psicológico, mi patria maternal y concreta.
En esos límites se jugaban mi devenir como hombre, mis vicisitudes
intelectuales y mis sueños revolucionarios. Mi primera y esencial
forma de autorreconocimiento. Yo reinvindicaba mi derecho de estar
codo a codo con el resto de los argentinos y de allí mis conflictos
pasaban a ser otros: mi desobediencia a un modelo constituido y
arbitrario, mi rebeldía ante lo preestablecido, el reiterado dedo en
la llaga, una justicia por venir. Un profeta judío, Jeremías, me
había enseñado aquella conducta: “Cuando hablo, grito, grito
contra la violencia y la opresión”. Frente a las ideas
totalitarias, devastadoramente omnipotentes como manadas de búfalos,
la lucha por una identidad múltiple y creadora. Como decía León
Rozitchner, yo no olvidaba mis orígenes “desde mi sangre engranada
con los padres no negados, con la propia historia asumida sin
vergüenza”, y a su vez, frente a la psicopatología del gueto, las
multiplicadas puertas de una lucha común a todos. Desde allí yo era
argentino, judío y universal, como la aldea de Tolstoy. Ya que no
podía abandonar aquellas identidades sin sentirme inauténtico –
en el sentido más existencial y profundo del vocablo – debía
hacerme con ellas, soldando mis distintos fragmentos, mi imaginario
sin tierra, mi shtetl sin cuerpo, la tierra de mis colinas y
el cuerpo de mis interrogantes. Yo no quería ser una abstracción,
una construcción intelectual nacida de reflexiones humanistas, sino
algo más, estar en la lucha con mi sello personal, alejado de todo
absoluto totalizador pero inserto en la realidad, vigente en mis
opciones más carnales: compromiso e integración, al fin. Sólo la
posesión da derecho al ser: lo había leído en alguna parte, pero
aquella mirada debía materializarse a través de la posesión de mí
mismo. No carecía de contradicciones pero ellas me alimentaban, me
incluían, me legalizaban. Tenía dos nacimientos pero un solo carnet
de identidad: argentino-judío, nacido el 26 de junio de 1933 en
Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, Argentina, hijo de
Salomón y Enriqueta. Desde allí, todo. Sin él, nada.
Ese imperativo categórico, insisto, no
tenía un rigor abstracto (fácil de eludir como toda abstracción)
sino que nacía desde mis arterias, donde era imposible expulsar
cualquier vivencia e instalarme en la duda. Mi lenguaje estaba dañado
desde mi infancia y con aquellas palabras debía – frente a otras
que mantienen su cotización mentirosa – saldar cuentas con un
pasado impertérrito. Frente a él estaba solo, con ese sentimiento
de incompletud que nace en el fracaso de un sentimiento de
integración plena. Sentimiento que se potenciaba ante la dura
evidencia de que habría ya cosas que no recuperaría jamás. Debía
decir con palabras sentimientos que aunque otros quisieran tachar les
fuera imposible. Y ese lenguaje debía ser hijo de la memoria, con
ella se iniciaba la justicia. Y aunque la palabra se había
emputecido y sus diáfanas significaciones había perdido su
transparencia inicial, yo debía insistir con ellas. George Steiner,
en un ensayo titulado El vacío milagroso, me advertía: “Usen
una lengua para concebir, organizar y justificar Belsen; úsenla para
prescribir detalles para las cámaras de gas, úsenla para
deshumanizar al hombre durante doce años de calculada bestialidad.
Algo les ocurrirá. Hagan de las palabras lo que Hitler y Goebbels y
cientos de miles de Untersturmführer hicieron; vehículos de
terror y falsedad. Algo les ocurrirá a las palabras. Algo de las
mentiras y el sadismo se penetrará en la médula del lenguaje.
Imperceptiblemente al comienzo, como los venenos de radiación
penetran en el hueso. Pero el cáncer comenzará y sembrará la
destrucción. La lengua no podrá ya crecer y reverdecer. No podrá
ya desempeñar, como hiciera antes, sus dos principales funciones: la
transmisión del orden humano que denominamos ley y la comunicación
de lo vivo del espíritu humano que llamamos gracia”. Pese a esta
profecía deletérea y este diagnótico doloroso, yo debía
insistir en las palabras. Porque la violencia que ejercen los
regímenes totalitarios no es sólo física sino metafísica: el
objetivo último, como lo ha comprobado la historia, no es la
desaparición física de un sujeto sino la aniquilación de su
memoria, a quien se pretende evaporar del proceso de los vivos y, aún
más, que su presencia en la tierra nunca hubiera sucedido. Las fotos
que portaban las madres de Plaza de Mayo eran la prueba inequívoca
de que aquellos seres habían existido realmente y de que cada uno,
desde sí mismo, era insustituible. Todo totalitarismo tiene como
énfasis esencial ese intento de borradura, el quebrar al individuo
no sólo físicamente sino en su propia vida interior, borrar la
continuidad del propio yo y hacer de ese individuo un nadie, una
brizna casual, un muerto sin muerte. Era como arrojar al individuo a
una historia sin historia, a una catacumba sin nombre. Al ninguneo.
Disolverlo. Esfumarlo.
Poner nuestra memoria en sus rastros, usar de
la palabra como denuncia y redención, es una de las luchas más
hondas que podemos llevar contra los nazismos de diverso cuño que
han habitado – y habitan – nuestro universo. Y debo reconocerlo,
entre esos nazismos descubrí, en la progresión de mis días y de
sus anécdotas vitales, que el totalitarismo no era sólo monopolio
de la derecha sino que la izquierda, por la cual yo había apostado,
contenía en sus entrañas otra manera del antisemitismo, aquel que
disfrazado de cuestionamiento de Israel, de su derecho a la vida
disfrazado de crítica política, de su lucha por su propia
liberación nacional calificada como racista, sostenía, al fin de
cuentas, iguales prejuicios. Naturalmente que se debe combatir toda
forma de totalitarismo e incluso criticar un gobierno que toma
medidas reaccionarias, pero lo que está prohibido para un auténtico
hombre de izquierda es hacer de gobierno y pueblo sinónimos
siniestros para justificar un prejuicio – inconsciente o no –
vestido de racionalización ideológica. Gabriel Albiac cuenta una
anécdota que quiero traer a estas páginas por su significación
pertinente: “Hace ya varios días que la pintada estaba ahí,
frente a mi ventana. ¡Muerte a los judíos! La firmaba no sé
qué fracción extrema de Falange. Me había habituado a verla como
parte del paisaje. Ya, la verdad, ni la veía. Esta mañana noté
algo raro. Me fijé más. Alguien había tachado la firma. La había
sustituido por las siglas de un grupo de izquierda radical. El texto
permanecía intacto.”
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*Arnoldo Liberman (Entre Ríos, 1933) es médico psicoanalista, crítico de arte y escritor. Reside en Madrid desde hace 30 años.Es autor de poemarios y ensayos, entre estos últimos se destacan: Grietas como templos: biografía de una identidad (1984), Freud, el judío que regresó de Egipto (1990), Música. El exilio acompañado (2000) y Exodo y exilio. Saldos y retazos de una identidad (2006) del cual que se extrajo este fragmento. Es colaborador habitual de Raíces, revista judía de cultura - de la que ha sido miembro fundador-, y de otras publicaciones, con ensayos sobre temas psicológicos y artísticos. Ha recibido prestigiosos premios por sus obras.
Exodo y exilio (Editorial Sefarad, 2006) está disponible en nuestra Biblioteca.
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