27 de Enero - Día Internacional de Conmemoración del Holocausto (ONU)
El Holocausto como cultura (fragmento)
por Imre Kertész
Cuando en 1989, o sea, hace tres años,
me ebncontraba por primera vez en mi vida en Viena, fui a para a una
de las pintorescas plazas del centro de la ciudad, allá donde unas
escaleras bajan al Danubio y unas calles estrechas y adoquinadas
serpentean entre viejas tiendas y portales. Sólo un fenómeno poco
habitual desfiguraba la encantadora imagen urbana: en la esquina de
un callejón en pendiente, vi a unos policías con boina y
ametralladora. En seguida me enteré de que allí se hallaba la sede
de la comunidad judía vienesa y, al lado, la sinagoga. Había ido
por última vez a un oficio religioso judío hacía casi cincuenta
años, cuando era todavía estudiante, y me dieron ganas de entrar.
Sin embargo, me barran el paso en la puerta de la sinagoga. Dos
robustos jóvenes, tocados con sendos gorros bordados y redondos, me
preguntan qué deseo. No es tan fácil entrar. Hace unos años se
cometió un atentado contra la sinagoga. De ahí la policía. Por qué
quiero entrar y quién soy, quieren saber. Les contesto que soy un
escritor húngaro que en sus escritos ha tocado ciertas cuestiones
relativas a la existencia judía. Si puedo demostrarlo, preguntan. No
puedo. Que diga algo en hebreo. No se me ocurre ni una sola palabra
en hebreo. Si sé al menos, siguen inquiriendo, qué tarde es la de
ese día. No doy la respuesta, sino mi acompañante, una dama
austríaca, rubia y católica de toda la vida: es viernes por la
tarde, víspera del sabbath. Al final me dejan entrer, pues, a
duras penas.
Tan irrelevante, extraño e incógnito
como en las puertas de la sinagoga de Viena me hallo ahora ante
ustedes, señoras y señores. He de hablar ante un público que
apenas conoce mis obras. Tal vez debiera empezar mi discurso con
algunas explicaciones, justificar mi idoneidad, demostrar que estoy
en posesión del muy dudoso privilegio de poder hablar en público
de la existencia marcada por el holocausto y de Jean Améry. El hecho
es, sin embargo, que la irrelevancia no me importa en absoluto. Más
aún, precisamente en la irrelevancia veo yo la posibilidad cada vez
más reducida de hablar, el símbolo de la situación desordenada,
provisional e irreconocida en que el sobreviviente – como también
Améry – se ve obligado a vivir para que luego esta misma
existencia – sea mediante un gesto trágico como ocurrió en su
caso, sea de otra manera – dé un paso adelante y se manifieste
como destino. El holocausto posee sus santos como cualquier
subcultura; y si se mantiene el recuerdo vivo de lo sucedido, no será
por los discursos oficiales, sino por las vidas que dieron
testimonio.
De este modo, he esbozado a grandes
rasgos lo que quiero decirles con algunas palabras. A partir del
primer momento, cuando aún no se había manifestado ante el mundo,
sino que se desarrollaba día a día de forma anónima en los
escondrijos de profundidades sin nombre y sólo era el secreto de los
participantes, o sea, de las víctimas y de los verdugos, a partir de
ese primer momento, digo, una terrible angustia se añadió al
holocausto: la angustia por el posible olvido. Esta anggustia fue más
allá de los horrores, de las vidas y muertes individuales, de la
insaciable necesidad de justicia, Más allá del crimen y del
castigo, para citar el libro de Améry del que hoy hablaremos; esta
angustia está impregnada desde el comienzo de una suerte de
sentimiento metafísico característico de las religiones, del
sentimiento religioso en general. Es como si la fórmula bíblica
fuera la más adecuada para este caso: “La sangre de tu pariente me
grita desde la tierra.” Cuando definía el holocausto como
subcultura, es decir, como una comunidad anímica y afectiva unida
por una especie de espíritu cultual, partía de esa pasión que se
opone al olvido, de esa necesidad que crece cada vez más con el
tiempo; y el que esa necesidad sea reconocida e incluso y finalmente
incorporada por la cultura más amplia, depende de hasta qué punto
resulta fundamentada.
(…) Es la situación de un
sobreviviente que ha querido sobrevivir y, es más, explicar su
supervivencia; que, perteneciendo a la última generación de los
sobrevivientes, tiene claro que con la desaparición de dicha
generación también desaparece del mundo el recuerdo vivo del
holocausto. Pero ¿no recuerda esta situación un poco la condición
general y cósmica del ser humano, tal como nos hemos habituado a
verla por la interpretación de la filosofía y la antropología
modernas? Cuando analiza su condición de extraño, la pérdida de su
“confianza en el mundo”, su soledad en la sociedad y su destierro
existencial, Améry va más allá, a mi juicio, del marco más
estrecho de su libro y habla simplemente de la condición humana. El
sobreviviente no es más que el portador radicalmente trágico de la
condición humana en esta época, alguien que vivió y padeció la
culminación de dicha condición, o sea, Auschwitz; este, la
tenebrosa aparición universal de una mente trastornada, surge en el
horizonte detrás de nosotros y sus contornos no se difuminan al
tiempo que nos alejamos de ella, sino que, paradójicamente, parecen
ampliarse y crecer. Hoy en día ya resulta obvio que la supervivencia
no es un problema personal de los sobrevivientes, pues la sombra
larga y oscura del holocausto se proyecta sobre toda la civilización
en que ocurrió y que debe seguir viviendo con el peso de lo ocurrido
y con sus consecuencias.
… todo el tiempo sólo he hablado de
una cuestión que no debe ni conviene, quizá, plantearse de forma
abierta, pero que al fin y al cabo es la que se decide de esa manera
ardua y misteriosa en que suelen decidirse en definitiva las grandes
cuestiones éticas. La pregunta es la siguiente: ¿puede el
holocausto crear valores? A mi juicio, el proceso de décadas de
duración ha llegado en la actualidad precisamente a esta pregunta y
se debate con esta pregunta que en el transcurso del proceso primero
fue reprimida y luego se desarrolló en un plano documental. Sin
embargo, esto resultó ser insuficiente; como he dicho, hay que tomar
una decisión, lo cual implica un juicio de valor. Quien no es capaz
de enfrentarse a su pasado, está condenado a repetirlo eternamente:
es conocida esta frase de Santayana. La sociedad viable debe mantener
despiertos y renovar continuamente el saber y la conciencia que tiene
de sí misma y de sus fundamentos. Y si decide que el oficio fúnebre
grave y sombrío del holocausto es parte indispensable de esa
conciencia, tal decisión no se basará en mero interés o compasión,
sino en un juicio de valor vivo. El holocausto es un valor porque
condujo a un saber inconmensurable a través de un sufrimiento
inconmensurable; por eso esconde también una reserva moral
inconmensurable.
Fragmento extraído de Un instante de silencio en el paredón. El holocausto como cultura de Imre Kertész
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Imre Kertész nació en Budapest, Hungría. Fue deportado a los quince años, en 1944, a Auschwitz y luego a Buchenwald,
pero logró sobrevivir. A su regreso a Hungría, y tras muchas
dificultades, trabajó como periodista, traductor y autor de comedias y
guiones cinematográficos en buena medida basados en su experiencia.
Su relato extraordinario Sin destino, de 1975, es una obra
maestra sobre la destrucción masiva alemana de los 'otros' europeos:
narra el paso por diversos campos nazis de un adolescente húngaro y
judío de quince años en el último año de la Guerra Mundial. Pero este escrito no logró, en parte por
la sordera del medio húngaro sobre su pasado racista, en parte por la
censura de posguerra en su país, que sus libros se difundiesen como
merecían. Entre otras obras cabe destacar: Kaddish por el hijo no nacido y Otro.
Actualmente vive entre Berlín y Budapest.
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