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viernes, 24 de enero de 2014

Misceláneas judías para la pausa del Sábado

23 de Shevat de 5774
27 de Enero - Día Internacional de Conmemoración del Holocausto (ONU)

El Holocausto como cultura (fragmento)
por Imre Kertész

Cuando en 1989, o sea, hace tres años, me ebncontraba por primera vez en mi vida en Viena, fui a para a una de las pintorescas plazas del centro de la ciudad, allá donde unas escaleras bajan al Danubio y unas calles estrechas y adoquinadas serpentean entre viejas tiendas y portales. Sólo un fenómeno poco habitual desfiguraba la encantadora imagen urbana: en la esquina de un callejón en pendiente, vi a unos policías con boina y ametralladora. En seguida me enteré de que allí se hallaba la sede de la comunidad judía vienesa y, al lado, la sinagoga. Había ido por última vez a un oficio religioso judío hacía casi cincuenta años, cuando era todavía estudiante, y me dieron ganas de entrar. Sin embargo, me barran el paso en la puerta de la sinagoga. Dos robustos jóvenes, tocados con sendos gorros bordados y redondos, me preguntan qué deseo. No es tan fácil entrar. Hace unos años se cometió un atentado contra la sinagoga. De ahí la policía. Por qué quiero entrar y quién soy, quieren saber. Les contesto que soy un escritor húngaro que en sus escritos ha tocado ciertas cuestiones relativas a la existencia judía. Si puedo demostrarlo, preguntan. No puedo. Que diga algo en hebreo. No se me ocurre ni una sola palabra en hebreo. Si sé al menos, siguen inquiriendo, qué tarde es la de ese día. No doy la respuesta, sino mi acompañante, una dama austríaca, rubia y católica de toda la vida: es viernes por la tarde, víspera del sabbath. Al final me dejan entrer, pues, a duras penas.
Tan irrelevante, extraño e incógnito como en las puertas de la sinagoga de Viena me hallo ahora ante ustedes, señoras y señores. He de hablar ante un público que apenas conoce mis obras. Tal vez debiera empezar mi discurso con algunas explicaciones, justificar mi idoneidad, demostrar que estoy en posesión del muy dudoso privilegio de poder hablar en público de la existencia marcada por el holocausto y de Jean Améry. El hecho es, sin embargo, que la irrelevancia no me importa en absoluto. Más aún, precisamente en la irrelevancia veo yo la posibilidad cada vez más reducida de hablar, el símbolo de la situación desordenada, provisional e irreconocida en que el sobreviviente – como también Améry – se ve obligado a vivir para que luego esta misma existencia – sea mediante un gesto trágico como ocurrió en su caso, sea de otra manera – dé un paso adelante y se manifieste como destino. El holocausto posee sus santos como cualquier subcultura; y si se mantiene el recuerdo vivo de lo sucedido, no será por los discursos oficiales, sino por las vidas que dieron testimonio.
De este modo, he esbozado a grandes rasgos lo que quiero decirles con algunas palabras. A partir del primer momento, cuando aún no se había manifestado ante el mundo, sino que se desarrollaba día a día de forma anónima en los escondrijos de profundidades sin nombre y sólo era el secreto de los participantes, o sea, de las víctimas y de los verdugos, a partir de ese primer momento, digo, una terrible angustia se añadió al holocausto: la angustia por el posible olvido. Esta anggustia fue más allá de los horrores, de las vidas y muertes individuales, de la insaciable necesidad de justicia, Más allá del crimen y del castigo, para citar el libro de Améry del que hoy hablaremos; esta angustia está impregnada desde el comienzo de una suerte de sentimiento metafísico característico de las religiones, del sentimiento religioso en general. Es como si la fórmula bíblica fuera la más adecuada para este caso: “La sangre de tu pariente me grita desde la tierra.” Cuando definía el holocausto como subcultura, es decir, como una comunidad anímica y afectiva unida por una especie de espíritu cultual, partía de esa pasión que se opone al olvido, de esa necesidad que crece cada vez más con el tiempo; y el que esa necesidad sea reconocida e incluso y finalmente incorporada por la cultura más amplia, depende de hasta qué punto resulta fundamentada.

(…) Es la situación de un sobreviviente que ha querido sobrevivir y, es más, explicar su supervivencia; que, perteneciendo a la última generación de los sobrevivientes, tiene claro que con la desaparición de dicha generación también desaparece del mundo el recuerdo vivo del holocausto. Pero ¿no recuerda esta situación un poco la condición general y cósmica del ser humano, tal como nos hemos habituado a verla por la interpretación de la filosofía y la antropología modernas? Cuando analiza su condición de extraño, la pérdida de su “confianza en el mundo”, su soledad en la sociedad y su destierro existencial, Améry va más allá, a mi juicio, del marco más estrecho de su libro y habla simplemente de la condición humana. El sobreviviente no es más que el portador radicalmente trágico de la condición humana en esta época, alguien que vivió y padeció la culminación de dicha condición, o sea, Auschwitz; este, la tenebrosa aparición universal de una mente trastornada, surge en el horizonte detrás de nosotros y sus contornos no se difuminan al tiempo que nos alejamos de ella, sino que, paradójicamente, parecen ampliarse y crecer. Hoy en día ya resulta obvio que la supervivencia no es un problema personal de los sobrevivientes, pues la sombra larga y oscura del holocausto se proyecta sobre toda la civilización en que ocurrió y que debe seguir viviendo con el peso de lo ocurrido y con sus consecuencias.
… todo el tiempo sólo he hablado de una cuestión que no debe ni conviene, quizá, plantearse de forma abierta, pero que al fin y al cabo es la que se decide de esa manera ardua y misteriosa en que suelen decidirse en definitiva las grandes cuestiones éticas. La pregunta es la siguiente: ¿puede el holocausto crear valores? A mi juicio, el proceso de décadas de duración ha llegado en la actualidad precisamente a esta pregunta y se debate con esta pregunta que en el transcurso del proceso primero fue reprimida y luego se desarrolló en un plano documental. Sin embargo, esto resultó ser insuficiente; como he dicho, hay que tomar una decisión, lo cual implica un juicio de valor. Quien no es capaz de enfrentarse a su pasado, está condenado a repetirlo eternamente: es conocida esta frase de Santayana. La sociedad viable debe mantener despiertos y renovar continuamente el saber y la conciencia que tiene de sí misma y de sus fundamentos. Y si decide que el oficio fúnebre grave y sombrío del holocausto es parte indispensable de esa conciencia, tal decisión no se basará en mero interés o compasión, sino en un juicio de valor vivo. El holocausto es un valor porque condujo a un saber inconmensurable a través de un sufrimiento inconmensurable; por eso esconde también una reserva moral inconmensurable.

Fragmento extraído de Un instante de silencio en el paredón. El holocausto como cultura de Imre Kertész
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Imre Kertész nació en Budapest, Hungría. Fue deportado a los quince años, en 1944, a Auschwitz y luego a Buchenwald, pero logró sobrevivir. A su regreso a Hungría, y tras muchas dificultades, trabajó como periodista, traductor y autor de comedias y guiones cinematográficos en buena medida basados en su experiencia.
Su relato extraordinario Sin destino, de 1975, es una obra maestra sobre la destrucción masiva alemana de los 'otros' europeos: narra el paso por diversos campos nazis de un adolescente húngaro y judío de quince años en el último año de la Guerra Mundial. Pero este escrito no logró, en parte por la sordera del medio húngaro sobre su pasado racista, en parte por la censura de posguerra en su país, que sus libros se difundiesen como merecían. Entre otras obras cabe destacar: Kaddish por el hijo no nacido y Otro. Actualmente vive entre Berlín y Budapest.

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