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viernes, 31 de enero de 2014

Misceláneas judías para la pausa del Sábado

30 de Adar de 5774
¿Por qué graznaron los gansos?
Isaac Bashevis Singer
Cuento extraído del libro “ En el tribunal de mi padre
 
En nuestra casa siempre se hablaba de los espíritus de muertos que poseen los cuerpos de los vivos, de almas que se reencarnaban en animales, de casas habitadas por duendes, de sótanos habitados por demonios.
Mi padre hablaba de estas cosas, en primer término, porque se interesaba en ellas, y, en segundo lugar, porque en las grandes ciudades los niños se descarrían con gran facilidad. Van a todas partes, lo ven todo, leen libros profanos. De tiempo en tiempo es necesario recordarles que en el mundo actúan fuerzas misteriosas.
Un día nos contó una historia que se puede encontrar en uno de los libros santos. Si no me equivoco, el autor de ese libro es el Rabino Elyahu Grajdiker, o uno de los otros magos de Graidik. La historia trataba acerca de una niña poseída por cuatro demonios. Se afirmaba que era posible verlos verdaderamente arrastrándose por sus intestinos, hinchándoles la barriga, trasladándose de una parte de su cuerpo a otra y deslizándose por sus piernas. El Rabi de Grejdik exorcizó los espíritus malignos con los golpes de un cuerno de carnero, con encantamientos y con el perfume de hierbas mágicas.
Cuando alguien dudaba de estas cosas, mi padre se enojaba mucho. Argumentaba: "¿Acaso el gran Rabi de Graidik era, Dios no lo permita, mentiroso? ¿Acaso todos los rabíes, santos y magos son estafadores, mientras que sólo los ateos dicen la verdad? ¡Dios nos ampare! ¿Cómo se puede ser tan ciego?"
Un día se abrió la puerta, y entró una mujer. Llevaba consigo una canasta en la que había dos gansos. La mujer parecía asustada. Su peluca de matrona estaba ladeada hacia un costado. Sonreía nerviosa. Mi padre jamás miraba una mujer desconocida, porque ello está prohibido por la ley judía, pero mamá y nosotros, los niños, nos dimos cuenta de inmediato que algo había sobresaltado a nuestro inesperado visitante.
- ¿Qué le sucede? preguntó papá, poniéndose al mismo tiempo de espaldas a fin de no tener que mirarla.  
- Rabi, tengo un problema muy raro.
- ¿De qué se trata? ¿De un problema femenino?
Si la mujer hubiera dicho que si, me hubieran hecho marchar de la habitación de inmediato. Pero ella respondió:
- No, se trata de los gansos. 
- ¿Qué pasa con ellos?
- Querido Rabi, los gansos fueron sacrificados según el rito. Después, les corté las cabezas. Les saqué los intestinos, el hígado y todos los demás órganos; pero los gansos siguieron graznando con una voz tan triste…

Al oír estas palabras, mi padre se puso pálido. A mí también me sobrecogió un enorme miedo, pero mi madre provenía de una familia de racionalistas, y era escéptica por naturaleza.
- Los gansos muertos no graznan. 
- Pues oigalos usted, le contestó la mujer.
Tomó uno de los gansos y lo depositó sobre la mesa. Entonces sacó el segundo ganso. Los gansos estaban decapitados y destripados; eran en suma, gansos muertos comunes y corrientes. En los labios de mi madre aparecía una sonrisa.
- Estos son los gansos que graznan? 
- Pronto los podrá oír.
La mujer tomó uno de los gansos y lo arrojó contra el otro. Al instante se dejó oir un graznido; no resulta fácil describir aquel sonido. Era como el cacareo de un ganso, pero de un tono tan alto y fantasmal, con un gruñido y un temblor tales, que se me helaron las extremidades. Podía sentir con claridad que los pelos de la nuca se me erizaban. Tuve deseos de huir de la habitación. ¿Pero a donde? Mi garganta se estrechaba de miedo. Entonces yo también grité, y me colgué de la pollera de mi madre, como un niño de tres años.
Papá olvidó su obligación de retirar los ojos de una mujer. Corrió hacia la mesa. No estaba menos asustado que yo. Su barba roja temblaba. En sus ojos azules se podía advertir una mezcla de temor y asombro. Para mi padre, esto era una señal de que no sólo al Rabi de Graidik, sino a él también le llegaban signos del cielo. ¿Pero no sería esta, tal vez, una señal del maligno, del mismo Satanás?
- ¿Qué dicen ahora?— preguntó la mujer.
Mi madre ya no sonreía. En sus ojos había algo así como tristeza, y también ira.
- No entiendo qué sucede aquí- dijo con cierto sentimiento.  
- ¿Quiere volver a oírlo?
Una vez mas, la mujer arrojó un ganso contra el otro. Y otra vez el ganso muerto produjo un pavoroso chillido, el chillido de las criaturas sacrificadas por el cuchillo de los matarifes, pero que todavía conserva cierta fuerza vital, que todavía tiene que hacer un ajuste de cuentas con los vivos, que todavía tiene una injusticia que vengar. Me recorrió un escalofrío. Me sentía como si alguien me hubiera anonadado con todo su poder.
La voz de mi padre se tornó ronca. Era como si la cortaran sollozos.
- Y bien ¿Alguien puede dudar todavía de que existe un creador?- preguntó.  
- Rabi ¿Qué he de hacer, y a donde voy?- la mujer entonaba un sonsonete de duelo.
- ¿Qué desgracia ha caído sobre mí? ¿Qué haré con los animales? ¿Quizá debo correr en busca de uno de los rabíes milagrosos? ¿Acaso los gansos no fueron sacrificados según el rito? Tengo miedo de llevarlos a casa. ¡Quería prepararlos para la cena de Shabat, y ahora ha sobrevenido esta calamidad! santo Rabi, ¿Qué debo hacer? ¿Debo tirarlos a la basura? Alguien dijo que tengo que envolverlos en un talit y enterrarlos en una tumba. Soy una mujer pobre. ¡Dos gansos, me costaron una fortuna!

Mi padre no sabía qué contestar. Miró su biblioteca. Si en algún lugar existía una respuesta, debía encontrarse allí. De pronto miró enojado a mi madre
- ¿Y qué dices ahora, eh?
El rostro de mi madre tomaba una expresión arisca, se tornaba más pequeño y agudo. En sus ojos se podía ver la indignación, y también algo como vergüenza.
- Quiero volver a oírlo.
Sus palabras eran mitad orden, mitad súplica.
La mujer arrojó los gansos uno contra otro por tercera vez, y por tercera vez se dejaron oír los graznidos.
Se me ocurrió que así debió haber sido la voz de la res camino al sacrificio.
- Ay, ay, y siguen con sus blasfemias. Está escrito que los malvados no se arrepienten ni siquiera ante las mismísimas puertas del infierno.- Papá había comenzado a hablar otra vez. - Ven la verdad con sus propios ojos, y siguen negando a su creador. Están hundidos en el pozo sin fondo, y siguen sosteniendo que todo es natural, o que todo es un accidente.
Miró a mamá como si dijera: cuídate tú de ellos.
De pronto mi madre se rió. Había algo en su risa que nos hizo temblar. Algún sexto sentido me dijo que mamá se disponía a poner fin al gran drama que se desarrollaba ante nuestros ojos.
- ¿Le sacó los graznetes?- preguntó mi madre. 
- ¿Los graznetes? no...
- Sáqueselos -dijo mi madre- y los gansos no graznarán más.
Mi padre se enojó.
- ¿Qué tonterías dices? ¿qué tiene esto que ver con los graznetes?
Mamá asió uno de los gansos, metió un delgado dedo dentro del cuerpo, y con toda su fuerza extrajo el fino tubo que va desde el cogote hasta los pulmones, luego tomó el otro ganso y le sacó también el graznete. Me eché a temblar al observar el coraje de mi madre. Sus manos estaban ensangrentadas. En sus ojos se podía advertir la ira del racionalista a quien alguien ha tratado de asustar a plena luz del día.
La cara de mi padre se puso blanca, calma; un poco desilusionada. Sabía muy bien que había sucedido: otra vez, la fría lógica de la fe, se burlaba de él, exponiéndolo al ridículo y a la burla.
- ¡Ahora, tenga la bondad de tomar uno de los gansos y de arrojarlo contra el otro!- ordenó mi madre.
Todo estaba en juego. Si los gansos graznaban, mamá lo perdería todo: su atrevimiento racionalista, el escepticismo que había heredado de su padre, el intelectual. ¿Y yo? aunque tenía miedo, para mis adentros pedía que los gansos graznaran, que graznasen tan alto que los oyere la gente de la calle y viniere corriendo.
Pero ¡oh! los gansos permanecieron en silencio, como sólo pueden estarlo dos gansos muertos desprovistos de sus graznetes.
- ¡Tráeme una toalla! – mi madre se volvió hacia mí.
Corrí a buscarla. En mis ojos había lagrimas. Mamá se secó las manos con la toalla, como una cirujana después de una operación difícil.
- ¿Eso era todo? – anunció victoriosamente. 
- Rabi, ¿qué dice usted? –preguntó la mujer.
Papá comenzó a toser y a murmurar. Se abanicó con su gorro.
- Nunca había oído de una cosa semejante.- dijo por fin.  
- Yo tampoco.- se sumó la mujer. 
- Tampoco yo —dijo mi madre—. Pero siempre hay alguna explicación. Los gansos muertos no graznan.
- ¿Puedo ir ahora a mi casa y cocinarlos? – preguntó la mujer.  
- Vaya a su casa y cocínelos para el Shabat. – Mamá dió el veredicto. - No tema. No cantarán desde la olla.
- ¿Qué dice usted, rabino?  
- Hummm... son kosher -musitó mi padre-. Puede comerlos.
En realidad, no estaba convencido, pero ahora no podía decir que los gansos eran impuros.
Mamá volvió a la cocina. Yo permanecí con mi padre. De pronto, comenzó a hablarme como si yo fuera un adulto.
- Tu madre salió a tu abuelo, el Rabino de Bilgoray. Él es un gran erudito, pero un racionalista frío. La gente me lo advirtió antes de nuestra boda...
Y papá levantó las manos, como diciendo: ahora es demasiado tarde como para anular el casamiento. 

 Isaac Bashevis Singer, “ En el tribunal de mi padre”. Biblioteca de cultura judía. Ed. Raíces, 1988.

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