30 de Adar de 5774
¿Por
qué graznaron los gansos?
Isaac Bashevis Singer
Cuento
extraído del libro “ En el tribunal de mi padre”
En
nuestra casa siempre se hablaba de los espíritus de muertos que
poseen los cuerpos de los vivos, de almas que se reencarnaban en
animales, de casas habitadas por duendes, de sótanos habitados por
demonios.
Mi
padre hablaba de estas cosas, en primer término, porque se
interesaba en ellas, y, en segundo lugar, porque en las grandes
ciudades los niños se descarrían con gran facilidad. Van a todas
partes, lo ven todo, leen libros profanos. De tiempo en tiempo es
necesario recordarles que en el mundo actúan fuerzas misteriosas.
Un
día nos contó una historia que se puede encontrar en uno de los
libros santos. Si no me equivoco, el autor de ese libro es el Rabino
Elyahu Grajdiker, o uno de los otros magos de Graidik. La historia
trataba acerca de una niña poseída por cuatro demonios. Se afirmaba
que era posible verlos verdaderamente arrastrándose por sus
intestinos, hinchándoles la barriga, trasladándose de una parte de
su cuerpo a otra y deslizándose por sus piernas. El Rabi de Grejdik
exorcizó los espíritus malignos con los golpes de un cuerno de
carnero, con encantamientos y con el perfume de hierbas mágicas.
Cuando
alguien dudaba de estas cosas, mi padre se enojaba mucho.
Argumentaba: "¿Acaso el gran Rabi de Graidik era, Dios no lo
permita, mentiroso? ¿Acaso todos los rabíes, santos y magos son
estafadores, mientras que sólo los ateos dicen la verdad? ¡Dios nos
ampare! ¿Cómo se puede ser tan ciego?"
Un
día se abrió la puerta, y entró una mujer. Llevaba consigo una
canasta en la que había dos gansos. La mujer parecía asustada. Su
peluca de matrona estaba ladeada hacia un costado. Sonreía nerviosa.
Mi padre jamás miraba una mujer desconocida, porque ello está
prohibido por la ley judía, pero mamá y nosotros, los niños, nos
dimos cuenta de inmediato que algo había sobresaltado a nuestro
inesperado visitante.
- ¿Qué
le sucede? preguntó papá, poniéndose al mismo tiempo de espaldas
a fin de no tener que mirarla.
- Rabi, tengo un problema muy raro.
- ¿De qué se trata? ¿De un problema femenino?
Si
la mujer hubiera dicho que si, me hubieran hecho marchar de la
habitación de inmediato. Pero ella respondió:
- No,
se trata de los gansos. - ¿Qué pasa con ellos?
- Querido Rabi, los gansos fueron sacrificados según el rito. Después, les corté las cabezas. Les saqué los intestinos, el hígado y todos los demás órganos; pero los gansos siguieron graznando con una voz tan triste…
Al
oír estas palabras, mi padre se puso pálido. A mí también me
sobrecogió un enorme miedo, pero mi madre provenía de una familia
de racionalistas, y era escéptica por naturaleza.
- Los
gansos muertos no graznan. - Pues oigalos usted, le contestó la mujer.
Tomó
uno de los gansos y lo depositó sobre la mesa. Entonces sacó el
segundo ganso. Los gansos estaban decapitados y destripados; eran en
suma, gansos muertos comunes y corrientes. En los labios de mi madre
aparecía una sonrisa.
- Estos
son los gansos que graznan? - Pronto los podrá oír.
La
mujer tomó uno de los gansos y lo arrojó contra el otro. Al
instante se dejó oir un graznido; no resulta fácil describir aquel
sonido. Era como el cacareo de un ganso, pero de un tono tan alto y
fantasmal, con un gruñido y un temblor tales, que se me helaron las
extremidades. Podía sentir con claridad que los pelos de la nuca se
me erizaban. Tuve deseos de huir de la habitación. ¿Pero a donde?
Mi garganta se estrechaba de miedo. Entonces yo también grité, y me
colgué de la pollera de mi madre, como un niño de tres años.
Papá
olvidó su obligación de retirar los ojos de una mujer. Corrió
hacia la mesa. No estaba menos asustado que yo. Su barba roja
temblaba. En sus ojos azules se podía advertir una mezcla de temor y
asombro. Para mi padre, esto era una señal de que no sólo al Rabi
de Graidik, sino a él también le llegaban signos del cielo. ¿Pero
no sería esta, tal vez, una señal del maligno, del mismo Satanás?
- ¿Qué
dicen ahora?— preguntó la mujer.
Mi
madre ya no sonreía. En sus ojos había algo así como tristeza, y
también ira.
- No
entiendo qué sucede aquí- dijo con cierto sentimiento.
- ¿Quiere volver a oírlo?
Una
vez mas, la mujer arrojó un ganso contra el otro. Y otra vez el
ganso muerto produjo un pavoroso chillido, el chillido de las
criaturas sacrificadas por el cuchillo de los matarifes, pero que
todavía conserva cierta fuerza vital, que todavía tiene que hacer
un ajuste de cuentas con los vivos, que todavía tiene una injusticia
que vengar. Me recorrió un escalofrío. Me sentía como si alguien
me hubiera anonadado con todo su poder.
La
voz de mi padre se tornó ronca. Era como si la cortaran sollozos.
- Y
bien ¿Alguien puede dudar todavía de que existe un creador?-
preguntó.
- Rabi ¿Qué he de hacer, y a donde voy?- la mujer entonaba un sonsonete de duelo.
- ¿Qué desgracia ha caído sobre mí? ¿Qué haré con los animales? ¿Quizá debo correr en busca de uno de los rabíes milagrosos? ¿Acaso los gansos no fueron sacrificados según el rito? Tengo miedo de llevarlos a casa. ¡Quería prepararlos para la cena de Shabat, y ahora ha sobrevenido esta calamidad! santo Rabi, ¿Qué debo hacer? ¿Debo tirarlos a la basura? Alguien dijo que tengo que envolverlos en un talit y enterrarlos en una tumba. Soy una mujer pobre. ¡Dos gansos, me costaron una fortuna!
Mi
padre no sabía qué contestar. Miró su biblioteca. Si en algún
lugar existía una respuesta, debía encontrarse allí. De pronto
miró enojado a mi madre
- ¿Y
qué dices ahora, eh?
El
rostro de mi madre tomaba una expresión arisca, se tornaba más
pequeño y agudo. En sus ojos se podía ver la indignación, y
también algo como vergüenza.
- Quiero
volver a oírlo.
Sus
palabras eran mitad orden, mitad súplica.
La
mujer arrojó los gansos uno contra otro por tercera vez, y por
tercera vez se dejaron oír los graznidos.
Se
me ocurrió que así debió haber sido la voz de la res camino al
sacrificio.
- Ay,
ay, y siguen con sus blasfemias. Está escrito que los malvados no
se arrepienten ni siquiera ante las mismísimas puertas del
infierno.- Papá había comenzado a hablar otra vez. - Ven la verdad
con sus propios ojos, y siguen negando a su creador. Están hundidos
en el pozo sin fondo, y siguen sosteniendo que todo es natural, o
que todo es un accidente.
Miró
a mamá como si dijera: cuídate tú de ellos.
De
pronto mi madre se rió. Había algo en su risa que nos hizo temblar.
Algún sexto sentido me dijo que mamá se disponía a poner fin al
gran drama que se desarrollaba ante nuestros ojos.
- ¿Le
sacó los graznetes?- preguntó mi madre. - ¿Los graznetes? no...
- Sáqueselos -dijo mi madre- y los gansos no graznarán más.
Mi
padre se enojó.
- ¿Qué
tonterías dices? ¿qué tiene esto que ver con los graznetes?
Mamá
asió uno de los gansos, metió un delgado dedo dentro del cuerpo, y
con toda su fuerza extrajo el fino tubo que va desde el cogote hasta
los pulmones, luego tomó el otro ganso y le sacó también el
graznete. Me eché a temblar al observar el coraje de mi madre. Sus
manos estaban ensangrentadas. En sus ojos se podía advertir la ira
del racionalista a quien alguien ha tratado de asustar a plena luz
del día.
La
cara de mi padre se puso blanca, calma; un poco desilusionada. Sabía
muy bien que había sucedido: otra vez, la fría lógica de la fe, se
burlaba de él, exponiéndolo al ridículo y a la burla.
- ¡Ahora,
tenga la bondad de tomar uno de los gansos y de arrojarlo contra el
otro!- ordenó mi madre.
Todo
estaba en juego. Si los gansos graznaban, mamá lo perdería todo: su
atrevimiento racionalista, el escepticismo que había heredado de su
padre, el intelectual. ¿Y yo? aunque tenía miedo, para mis
adentros pedía que los gansos graznaran, que graznasen tan alto que
los oyere la gente de la calle y viniere corriendo.
Pero
¡oh! los gansos permanecieron en silencio, como sólo pueden estarlo
dos gansos muertos desprovistos de sus graznetes.
- ¡Tráeme
una toalla! – mi madre se volvió hacia mí.
Corrí
a buscarla. En mis ojos había lagrimas. Mamá se secó las manos
con la toalla, como una cirujana después de una operación difícil.
- ¿Eso
era todo? – anunció victoriosamente. - Rabi, ¿qué dice usted? –preguntó la mujer.
Papá
comenzó a toser y a murmurar. Se abanicó con su gorro.
- Nunca
había oído de una cosa semejante.- dijo por fin.
- Yo tampoco.- se sumó la mujer.
- Tampoco yo —dijo mi madre—. Pero siempre hay alguna explicación. Los gansos muertos no graznan.
- ¿Puedo ir ahora a mi casa y cocinarlos? – preguntó la mujer.
- Vaya a su casa y cocínelos para el Shabat. – Mamá dió el veredicto. - No tema. No cantarán desde la olla.
- ¿Qué dice usted, rabino?
- Hummm... son kosher -musitó mi padre-. Puede comerlos.
En
realidad, no estaba convencido, pero ahora no podía decir que los
gansos eran impuros.
Mamá
volvió a la cocina. Yo permanecí con mi padre. De pronto, comenzó
a hablarme como si yo fuera un adulto.
- Tu
madre salió a tu abuelo, el Rabino de Bilgoray. Él es un gran
erudito, pero un racionalista frío. La gente me lo advirtió antes
de nuestra boda...
Y
papá levantó las manos, como diciendo: ahora es demasiado tarde
como para anular el casamiento.
Isaac Bashevis Singer, “ En el tribunal de mi padre”.
Biblioteca de cultura judía. Ed. Raíces, 1988.
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