24 de Elul de 5773
Shaná Tová Umetuká!!!
Los tiempos de Avot (fragmento)
de Iehoshua Faigón *
El Año Nuevo y el Día del Perdón, la pequeña comunidad judía
de la ciudad sureña se congregaba íntegra en la sinagoga. Al frente de los
oficios religiosos estaba el padre de Avot. Mientras los mayores imploraban la
misericordia divina, los niños - puestos
de punta en blanco – solían jugar en el patio, con avellanas.
Llegado a la pubertad, Avot tomó la religión más seriamente.
Ya no deseaba pasar esos días jugando con sus iguales, sino rezando a la par de
los mayores, por más que no le resultaba sencillo: no estaba habituado a los
caracteres hebreos, le costaba seguir el ritmo de los demás. Sólo cuando algún
judío versado en los textos sagrados reemplazaba al padre en el púlpito, éste
podía rezar al lado de sus hijos, haciéndoles más fácil la lectura con su clara
dicción. Cuando el padre hacía sonar el shofar,
los tres hermanos varones, junto a su pupitre, cambiaban miradas de
inteligencia con las tres hermanas mujeres que, al lado de la madre, en el
sector femenino contiguo, seguían con ellos, con igual suspenso, las
alternativas de la difícil prueba. Tras algunas tentativas, el padre terminaba
por salir invariablemente airoso, no sólo para tranquilidad de la grey, sino
también para gloria de la familia.
Fue precisamente allí, en el sagrado marco del dominio
omnipotente de lo divino, que la naciente fe de Avot habría de sufrir la
conmoción de la que jamás lograría reponerse. Otra vez había llegado el Iom Hatruá, el Día de la Santa Convocación, que era el
Año Nuevo, Día del Juicio, aquel en el que se inician los diez días aciagos de
penitencia a cuyo término se decide la suerte de todos, para bien o para mal.
Su padre oficiaba junto a la pared oriental – la que marca la dirección de Sión
– y Avot se había acogido al amparo de uno de los ancianos que rezaba en voz
alta, de prisa, pero no sin unción. Bajo sus gruesas gafas, los ojos cansados
del longevo – conocedores del llanto - volaban sobre los caracteres cuadrados
mientras la reverente mirada del niño, tensa de gravedad y de suspenso, se esforzaba
en seguir su ritmo. De pronto, el provecto feligrés, sin más ni más, ajeno por
completo al fervor del adolescente, dio vuelta un considerable número de
páginas hasta llegar a la apertura de un nuevo grupo de oraciones y, aplicando
con la palma de la mano un sonoro golpe sobre el libro, como para domar de
antemano la protesta de los rezos salteados, se sentó a descansar, dejando a la
sinagoga entera con todos sus fieles de pie meciéndose en hondo recogimiento.
Avot quedó despavorido. Tomado de sorpresa por lo que él
juzgó una abominable desconsideración para con Dios y para con todos los fieles
– incluyendo a su padre – no podía dar crédito a lo que acababa de suceder.
Pensó desandar lo andado – es decir, lo salteado – reencontrando la página de la
oración trunca, pero su compañero de rezos no se lo permitió:
“Esperemos a que lleguen acá” le dijo – indiferente a su
angustia – con un tono definitivo, tanto más inapelable cuanto que su pesada
mano, como si fuera un diabólico candado, impedía el acceso a la salvación.
Avot pensó que Dios mismo debía intervenir para aplicar al blasfemo su castigo.
Pero nada ocurrió. Y por una sustitución que recién muchísimo más tarde se le
haría más clara, en lugar de dudar del hombre, puso en duda a Dios. Su fe
religiosa se fue deteriorando a partir de entonces, hasta desaparecer por
completo. Andando el tiempo habría de reconciliarse con Dios, aunque sin
restituirle sus prerrogativas omnímodas.
Contrariamente a los jóvenes de su edad, Avot no celebró el
rito de su llegada a la pubertad. Para los judíos, el ietzer hatov – algo así como los buenos instintos, que son los del
cumplimiento del deber – nace con la aceptación, por parte del adolescente, de
sus deberes de observante. Liberando al padre, el púber asume su propia responsabilidad
ante Jehová y comienza a cumplir día a día los preceptos que, incontables,
están dispersos en los textos sagrados, y que la tradición resume
fantasiosamente en seiscientos trece: trescientas sesenta y cinco abstenciones,
como el número de los días del año, y doscientas cuarenta y ocho acciones, cual
el número de las vísceras del cuerpo. La explicación de que Avot no comulgara
estuvo en su progenitor. Sin dejar de ser un sincero creyente, la fe de este no
se expresaba tanto en la observancia de los ritos cuanto en su conducta y en su
erudición. El no cesaba de destacar la importancia del estudio:
“Maimónides” – recordaba – “sostuvo que el mundo entero
subsiste gracias al aliento de los niños que estudian la Torá. Entre todos los
preceptos, ninguno es tan importante como el estudio del Libro, que equivale a
cumplir todos los demás. Nuestros sabios nos enseñaron que hay que excomulgar a
los varones de la ciudad que no provee de maestros a sus niños”.
Y así, mientras soñaba con el ascenso de la familia entera a
la Tierra de
Israel, se aplicaba a estudiar la
Torá y abonar el estudio con las acciones, porque no la doctrina, sino el acto, es lo esencial
y porque aquel cuyas acciones
sobrepasan a su sabiduría, conserva ésta, mientras que aquel cuya sabiduría
excede a sus acciones, la pierde.
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Iehoshua Faigon nació en Colonia Clara (Entre Ríos), en 1924.Se graduó de abogado en La Plata. A los 27 años se integró al kibutz Ramat Hashofet y desde 1969 vive en Jerusalem.
Fue una importante figura del sionismo en la Argentina y después en Israel. Perteneció al Hashomer Hatzair-Mapam y estuvo ligado al periódico Nueva Sion.
Periodista de aguda prosa e incansable divulgados del sentimiento y la razón judías, Faigón publicó en 1984, en Buenos Aires, la novela Los tiempos de Avot. De la primera parte de esta novela extraemos el fragmento reproducido, testimonio de un momento histórico y de una camada de jóvenes que encontró su verdad en la relación humana y vital con el joven Estado hebreo.
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