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El
verano del setenta y seis
de
Etgar Keret
En el verano del setenta y seis hicimos obras
en casa y añadimos un cuarto de baño más. Ese fue el cuarto de
baño privado de mi madre, con baldosines verdes, unos visillos
blancos y una especie de tablilla para escribir que se podía poner
sobre las rodillas para hacer crucigramas. La puerta del cuarto de
baño nuevo no tenía cerrojo, porque sólo era de mi madre y de
cualquier forma nadie más tenía permiso para entrar. Aquel verano
fuimos muy felices. Mi hermana, que era la mejor amiga de Rina Mor,
Miss Universo, se casó con un dentista muy majo que había inmigrado
de Sudáfrica y se fueron a vivir a Raanana. Mi hermano mayor se
licenció en el ejército y consiguió un trabajo como agente de
seguridad de El Al. Mi padre ganó un montón de dinero. Mi padre
ganó un montón de dinero con las acciones de las prospecciones del
petróleo y pasó a formar parte como socio de la empresa propietaria
del parque de atracciones. Mientras que yo me pasaba los días
obligando a los demás a hacerme regalos.
“Personas diferentes – sueños diferentes”,
eso es lo que ponía en el catálogo de productos del extranjero del
que yo me dedicaba a escoger mis sorpresas. Todo estaba allí, desde
la pistola que dispara patatas hasta muñecos de tamaño natural del
hombre araña. Y es que cada vez que mi hermano volaba a Estados
Unidos, me dejaba escoger una cosa del catálogo. Los niños del
barrio me tenían verdadera admiración por mis juguetes nuevos y me
hacían caso en todo. Los viernes por la tarde íbamos toda la clase
al parque Leumí a jugar al béisbol con el bate y el guante que me
había traído mi hermano. Yo era el número uno, porque Jeremy, el
marido de mi hermana, me había enseñado a lanzar la pelota con tal
efecto que nadie era capaz de batearla.
A mi alrededor podían suceder cosas terribles,
pero a mí no me afectaban en absoluto. En el mar Báltico tres
marineros se habían comido a su capitán, a la madre de alguien de
mi colegio le amputaron las tetas, el hermano de Dalit se mató
accidentalmente en unos ejercicios militares. Einat Moser, que era la
niña más guapa de la clase aceptó, y sin pedirles consejo a sus
amigas, la proposición que le hice de que fuéramos novios.
Mi hermano dijo que esperaba con ansias que
llegara mi cumpleaños para llevarme, como regalo, de viaje al
extranjero. Entre tanto, los días de fiesta, nos llevaba a Einat y a
mí al parque de atracciones en su Prinz azul, y yo les decía a los
empleados que era el hijo de Schwartz y entonces nos dejaban subir
gratis a todas las atracciones.
Para las fiestas íbamos a Zikron a casa del
abuelo Reubén y él me estrechaba la mano con tanta fuerza que yo
arrancaba a llorar, y entonces él me gritaba que era un mimado y
que tenía que aprender a dar la mano como la da un hombre. El abuelo
siempre le decía a mi madre que me había educado muy mal, que no me
había preparado para la vida como era debido. Y mi madre siempre se
disculpaba y le decía que justamente sí me había preparado para
ella, pero que lo que pasaba era que la vida de hoy no se parecía en
nada a la de antes. Que hoy ya no hacía falta saber preparar
cócteles molotov con alcohol de quemar y clavos, ni matar para
comer, que bastaba con aprender a disfrutar de la vida. Pero el
abuelo insistía, tan testarudo como siempre. Me pellizcaba la oreja
y me susurraba que para saber disfrutar, también había que saber lo
que era sufrir. Porque si no, no servía de nada. La verdad es que yo
lo intentaba, sólo que la vida era tan bonita entonces, en el verano
del setenta y seis, que por mucho que me esforzaba, no conseguía
sufrir por nada.
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De:
Keret, Etgar, La
chica sobre la nevera y otros relatos,
Siruela, Madrid, 2006.
Sus cuentos, consumidos masivamente en Israel
por un público mayoritariamente adolescente, se han traducido a más de
diez idiomas. En tanto, su carrera cinematográfica es muy promisoria.
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