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viernes, 4 de abril de 2014

Misceláneas judías para la pausa del Sábado



4 de Nissan de 5774

Retorno a Don Quijote de Alberto Gerchunoff

De lo vivo y activo en el quijotismo
Tengo por costumbre, desde hace cerca de cuatro décadas, poner la Biblia en mi maleta de viajero, en la versión de Cipriano de Valera, que me place por sus frecuentes giros arcaicos, y un tomo de "Don Quijote de la Mancha”, en una tosca y económica edición de Barcelona, que me acompaña en la vida no menos de media docena de lustros, deslomada por el uso, con las páginas cruelmente abarquilladas y las tapas de cartón con la imagen del Caballero de la Triste Figura, su rocín esquelético y el buen escudero montado en su asno positivo, en colores violentos y abarnizados que largos años atrás se me pegaban a los dedos. Esos libros me bastaban siempre en mis variados trayectos de curioso trotador sobre la cáscara del globo terrestre. En el tren paciente a Tucumán o hacia la Cordillera, camino de Chile, en el barco a Europa, cuando Europa ofrecía al mundo el espectáculo de su plenitud armoniosa, o hacia las playas rientes y olorosas del Brasil, junto a la ventanilla del vagón o en la plástica silla de tijera, en la cubierta, frente al regocijo del mar, releía, con incansable apetencia religiosa o poética, la cosmogonía de los primeros capítulos del Génesis, con sus oleadas épicas y  sus gérmenes ya completos de sociedad organizada. Y fatigado en la meditación sobre los temas de la humanidad primaria, en que el ingenuo y torvo Adán se desprende de su inocencia de ser divino, esto es, dotado del privilegio de la inmortalidad y del ocio, a condición de someterse, al lado de Eva, maravillosamente desnuda y prodigiosamente inerte, como todo lo que crecía y se desarrollaba en la cuenca feraz del Paraíso, al régimen totalitario impuesto a la zona edénica por la voluntad demiúrgica y militar de Jehová, cerraba, digo, la Biblia, con la señal inútil allí donde dejara de leer lo que tantas veces leyera, para abrir, en cualquier parte, la historia de Alonso Quijano, el amable vecino de aquel lugar de la Mancha del cual no quiso acordarse su puntual narrador y yo nunca, en tan prolongada frecuentación del relato, pude averiguar con mis escasas luces, para situarlo en la fabulosa geografía erizada de molinos de viento, de gigantes y de sabios encantados. Mi ánimo se exaltaba así con la sucesiva hilera de aventuras y éstas me sumergían, como solía ocurrirme en la mocedad, en ese estado de ensoñación que es particularmente propicio al que viaja. A través del cristal de la ventana abarcaba la ancha llanura argentina, desplegada de horizonte a horizonte, cubierta de dibujos geométricos trazados por el arte labriego del arado, las islas arbóreas de que emergen, con sus cascos rojos o los antiguos y pardos miradores, las mansiones en los fundos señoriales, la capilla doméstica o aldeana, de torre tímida, o poblada, de trecho en trecho, mientras el convoy urgente enhebra sus ristras de kilómetros, por manadas de novillos de ancas compactas y de pelo uniforme, negros, descornados, o bien rojizos y de roma cornamenta, entregados a la actividad multitudinaria de pacer, de llenar sus cuádruples estómagos con fruición metódica. Y también, como en el páramo manchego, molinos de aspas cantarinas, movidas por la racha o por la tracción antirretórica de un oculto motor de medio caballo. Pero, en la hora de la siesta, esas novilladas, esos islotes de eucalipto, esas palas acumuladoras de agua en el tanque de cemento o de barreras de zinc, se transformaban al conjuro de la evocación quijotil, y me despojaba, habitante urbano, de hábitos burgueses, con la pipa en la boca, en persona espectral, en entelequia puramente literaria, retrocediendo siglos, y agregado, por la magia del sublime deshacedor de entuertos, en uno de su grey, inflado de ira contra el cura, el barbero y el académico Sansón Carrasco. ¿Habría retrocedido realmente en la ruta temporal y hundídome en el pasado, incongruente ya con la estancia criolla, la hacienda contemporánea, con el ferrocarril que cruza las hendiduras de los Andes, o las turbinas que impelen al suntuoso transatlántico, con su maestresala que ofrece al pasajero foiegras y caviar y una botella de chablis perfectamente frappé con chispas de helado sudor en el gollete? Lo creo, amigos de Don Miguel de Cervantes y de su multigénito Don Quijote de la Mancha y, por ende, amigos míos. El curriculum vitae del paladín que salió una mañana, a horcajadas de Rocinante, con su visera de pasta fabricada, sin duda, con los desechos de una caja en que se trajo un justillo a su sobrina, al cumplir la edad de moza, la jofaina y la espada comida de orín, en busca de ocasiones prodigiosas para mostrar el valor de su brazo y el mérito de su limpio corazón, dispuesto a defender la justicia ofendida, ese curriculum vitae de que nos informa Don Miguel de Cervantes, lleva en sí el sortilegio clarísimo de convertirnos en gente de la raza quijotesca, en armadores suyos, en seguidores inescarmentables de su suerte donosa y melancólica. ¿Qué es el escritor sino un individuo de esa progenie, cuya nobleza consiste, precisamente, en atisbar una posible pendencia, tentado por lo imposible, y desaconsejada por el varón grave que nos advierte con sacerdotal solemnidad: la cosa que intenta no conviene porque no trae provecho ni honra que es una de las más conocidas formas de aprovechamiento? El escritor, sin proponerse gobernar, como el excelente Sancho, la Barataria, ni alcanzar las doradas cruces con que se consagra la importancia de las personas sensatas que aguardan en su casa honorificencia de la magistratura consular, de la proceratura imponente o de la doctoración memorable, el que escoge, para decirlo en breve, el trabajo de la palabra, se tonsura per in eternum secundum ordinem Melchisedec, resuelto a ejercer las proezas quijotescas, acudir allá donde no le llaman y pronunciarse respecto de asuntos que los administradores de la república y los jueces regulares jamás pensarían someter a juicio. 

De: Gerchunoff, Alberto. Retorno a Don Quijote, Sudamericana, Buenos Aires, 1951. Prólogo de Jorge Luis Borges.

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