4 de Nissan de 5774
Retorno a Don Quijote de Alberto Gerchunoff
De lo vivo y activo en el quijotismo
Tengo por costumbre, desde hace cerca de cuatro décadas,
poner la Biblia
en mi maleta de viajero, en la versión de Cipriano de Valera, que me place por
sus frecuentes giros arcaicos, y un tomo de "Don Quijote de la Mancha”, en una tosca y
económica edición de Barcelona, que me acompaña en la vida no menos de media
docena de lustros, deslomada por el uso, con las páginas cruelmente
abarquilladas y las tapas de cartón con la imagen del Caballero de la Triste Figura, su rocín
esquelético y el buen escudero montado en su asno positivo, en colores
violentos y abarnizados que largos años atrás se me pegaban a los dedos. Esos
libros me bastaban siempre en mis variados trayectos de curioso trotador sobre
la cáscara del globo terrestre. En el tren paciente a Tucumán o hacia la Cordillera, camino de
Chile, en el barco a Europa, cuando Europa ofrecía al mundo el espectáculo de
su plenitud armoniosa, o hacia las playas rientes y olorosas del Brasil, junto
a la ventanilla del vagón o en la plástica silla de tijera, en la cubierta,
frente al regocijo del mar, releía, con incansable apetencia religiosa o
poética, la cosmogonía de los primeros capítulos del Génesis, con sus oleadas
épicas y sus gérmenes ya completos de
sociedad organizada. Y fatigado en la meditación sobre los temas de la
humanidad primaria, en que el ingenuo y torvo Adán se desprende de su inocencia
de ser divino, esto es, dotado del privilegio de la inmortalidad y del ocio, a
condición de someterse, al lado de Eva, maravillosamente desnuda y
prodigiosamente inerte, como todo lo que crecía y se desarrollaba en la cuenca
feraz del Paraíso, al régimen totalitario impuesto a la zona edénica por la
voluntad demiúrgica y militar de Jehová, cerraba, digo, la Biblia, con la señal inútil
allí donde dejara de leer lo que tantas veces leyera, para abrir, en cualquier
parte, la historia de Alonso Quijano, el amable vecino de aquel lugar de la Mancha del cual no quiso
acordarse su puntual narrador y yo nunca, en tan prolongada frecuentación del
relato, pude averiguar con mis escasas luces, para situarlo en la fabulosa
geografía erizada de molinos de viento, de gigantes y de sabios encantados. Mi
ánimo se exaltaba así con la sucesiva hilera de aventuras y éstas me sumergían,
como solía ocurrirme en la mocedad, en ese estado de ensoñación que es
particularmente propicio al que viaja. A través del cristal de la ventana
abarcaba la ancha llanura argentina, desplegada de horizonte a horizonte,
cubierta de dibujos geométricos trazados por el arte labriego del arado, las
islas arbóreas de que emergen, con sus cascos rojos o los antiguos y pardos
miradores, las mansiones en los fundos señoriales, la capilla doméstica o
aldeana, de torre tímida, o poblada, de trecho en trecho, mientras el convoy urgente
enhebra sus ristras de kilómetros, por manadas de novillos de ancas compactas y
de pelo uniforme, negros, descornados, o bien rojizos y de roma cornamenta,
entregados a la actividad multitudinaria de pacer, de llenar sus cuádruples
estómagos con fruición metódica. Y también, como en el páramo manchego, molinos
de aspas cantarinas, movidas por la racha o por la tracción antirretórica de un
oculto motor de medio caballo. Pero, en la hora de la siesta, esas novilladas,
esos islotes de eucalipto, esas palas acumuladoras de agua en el tanque de
cemento o de barreras de zinc, se transformaban al conjuro de la evocación
quijotil, y me despojaba, habitante urbano, de hábitos burgueses, con la pipa
en la boca, en persona espectral, en entelequia puramente literaria,
retrocediendo siglos, y agregado, por la magia del sublime deshacedor de
entuertos, en uno de su grey, inflado de ira contra el cura, el barbero y el
académico Sansón Carrasco. ¿Habría retrocedido realmente en la ruta temporal y
hundídome en el pasado, incongruente ya con la estancia criolla, la hacienda
contemporánea, con el ferrocarril que cruza las hendiduras de los Andes, o las
turbinas que impelen al suntuoso transatlántico, con su maestresala que ofrece
al pasajero foiegras y caviar y una
botella de chablis perfectamente frappé con
chispas de helado sudor en el gollete? Lo creo, amigos de Don Miguel de
Cervantes y de su multigénito Don Quijote de la Mancha y, por ende, amigos
míos. El curriculum vitae del paladín que salió una mañana, a horcajadas de
Rocinante, con su visera de pasta fabricada, sin duda, con los desechos de una
caja en que se trajo un justillo a su sobrina, al cumplir la edad de moza, la
jofaina y la espada comida de orín, en busca de ocasiones prodigiosas para
mostrar el valor de su brazo y el mérito de su limpio corazón, dispuesto a
defender la justicia ofendida, ese curriculum vitae de que nos informa Don Miguel
de Cervantes, lleva en sí el sortilegio clarísimo de convertirnos en gente de
la raza quijotesca, en armadores suyos, en seguidores inescarmentables de su
suerte donosa y melancólica. ¿Qué es el escritor sino un individuo de esa
progenie, cuya nobleza consiste, precisamente, en atisbar una posible
pendencia, tentado por lo imposible, y desaconsejada por el varón grave que nos
advierte con sacerdotal solemnidad: la cosa que intenta no conviene porque no
trae provecho ni honra que es una de las más conocidas formas de
aprovechamiento? El escritor, sin proponerse gobernar, como el excelente
Sancho, la Barataria,
ni alcanzar las doradas cruces con que se consagra la importancia de las
personas sensatas que aguardan en su casa honorificencia de la magistratura
consular, de la proceratura imponente o de la doctoración memorable, el que
escoge, para decirlo en breve, el trabajo de la palabra, se tonsura per in
eternum secundum ordinem Melchisedec, resuelto a ejercer las proezas
quijotescas, acudir allá donde no le llaman y pronunciarse respecto de asuntos
que los administradores de la república y los jueces regulares jamás pensarían
someter a juicio.
De: Gerchunoff, Alberto. Retorno a Don Quijote, Sudamericana, Buenos Aires, 1951. Prólogo de Jorge Luis Borges.
No hay comentarios:
Publicar un comentario