28 de Jeshvan de 5774 
Ministerio de Casos Especiales ( Primera parte, capitulo 1)
de Nathan Englander
Los
  judíos se dan sepultura tal como viven: amontonados, invadiendo el 
espacio  ajeno. Las lápidas apretujadas, los cadáveres enterrados codo 
con codo, cabeza  con pie. Kadish llevó a Pato entre las hileras 
irregulares sobre el suelo  irregular del lado de Socorros Mutuos. 
Cubrió con la mano el foco de la  linterna para atenuar la luz. Sus 
dedos brillaron anaranjados, rojos en los  intersticios, cuando pasó el 
puño por la piedra.
                    Estaban  buscando la tumba de Hezzi Doble Filo y no 
tardaron mucho en encontrarla. Su  parcela era un montículo definido. La
 lápida estaba inclinada hacia atrás.  Kadish tuvo la impresión de que 
el viejo había intentado salir arañando la  tierra. También parecía que,
 de haber esperado otro invierno, la hija de Doble  Filo no habría 
tenido necesidad de contratar a Kadish Poznan.
                    El  mármol, había descubierto Kadish, se trabaja no 
por su dureza, sino por su  porosidad. Como ocurría con el resto de los 
mármoles en el cementerio de la  Sociedad de Socorros Mutuos, la lápida 
de Hezzi estaba picada y cuarteada, y  las letras estaban borrosas. En 
su mayoría eran de granito. Si la naturaleza y  la contaminación no 
hacían su tarea, los vándalos locales ya se encargarían.  En el pasado 
Kadish había borrado esvásticas a fuerza de estropajo y reparado  con 
cemento las piedras rotas. Comprobó la firmeza de la que cubría la tumba
  de Doble Filo.
—Como  mover una muela floja —dijo—. No sé por qué nos tomamos la molestia... dentro  de poco no quedará rastro de este lugar.
Pero
  Kadish y Pato sabían por qué se tomaban la molestia. Comprendían muy 
bien por  qué las familias recurrían a ellos con tanta urgencia ahora. 
Era 1976 en  Argentina. Vivían en la incertidumbre, acechados por el 
caos. Buenos Aires  había padecido olas de secuestros y rescates. 
Imperaba el terror y el asesinato  estaba a la orden del día. No era 
tiempo para sobresalir del montón, ni para  los gentiles ni para los 
judíos. Y casi todos los judíos sentían que, por el  solo hecho de ser 
judíos, ya se diferenciaban bastante.
                    Los  clientes de Kadish eran los que tenían algo que
 perder: el sector respetable y  exitoso de la comunidad cuyo pasado 
familiar no era intachable. En épocas  menos convulsas se habían 
limitado a ignorar y negar. Cuando el último de la  generación de 
Socorros Mutuos se marchó en silencio, cuando todas las parcelas  de ese
 lado estuvieron ocupadas, los descendientes esperaron lo que  
consideraron un tiempo decente para un grupo indecente, y sellaron el  
cementerio para siempre.
Cuando
  Kadish quiso visitar la tumba de su madre y encontró la puerta 
cerrada, fue a  pedirles la llave a los otros hijos de Socorros Mutuos. 
Ellos negaron toda  participación en el hecho. Incluso los sorprendió 
enterarse de la existencia  del cementerio. Y cuando Kadish les recordó 
que sus propios padres estaban  enterrados allí, se mostraron igualmente
 incapaces de recordar los nombres de  sus progenitores.
                    Por  dura que fuera la posición que habían tomado, nacía de una terrible vergüenza.
                    La  Sociedad de Socorros Mutuos no solo fue un 
escándalo para la ciudad; en el  pináculo de su gloria, en la década de 
1920, fue una desgracia inconmensurable  para todos los judíos 
argentinos. ¿Cuál de sus detractores no disfrutó al ver  en el diario 
matutino la foto de un rufián esposado, de un caftán en hilera?  ¿Quién 
no sintió justificado su oprobio al ver a los famosos proxenetas judíos 
 de Buenos Aires acompañados por sus putas judías de labios carnosos? 
Pero ya  hacía mucho tiempo de aquello en 1950, cuando Kadish se 
descubrió encerrado del  lado de afuera del cementerio. Para entonces, 
la terrible industria llevaba más  de veinte años clausurada como 
negocio judío. Los edificios que pertenecían a  la Sociedad de Socorros 
Mutuos habían sido 
                    vendidos,  la guarida de los proxenetas abandonada. 
Sin embargo, había una sola posesión  que no podía caer en desuso. Sí en
 la falta de arreglos. Y también en la  desidia y el abandono. Pero, a 
la manera de una adivinanza, ¿cuál es la única  cosa construida por el 
hombre cuyo uso está garantizado a perpetuidad? Algo que  los muertos 
usan para siempre: el cementerio.
                    Ese  cementerio era también la única institución 
establecida por los proxenetas y  las prostitutas de origen judío de 
Buenos Aires construida con una concesión de  los judíos honrados. 
Aunque tenían el corazón de piedra para todo lo que  estuviera 
relacionado con los judíos de Socorros Mutuos, no podían darles la  
espalda en la muerte. La comisión directiva de las noveles 
Congregaciones  Judías Unidas en Argentina fue convocada y se llegó a un
 atolladero. Ningún judío  tendría que ser enterrado como un gentil, 
Dios los ayude. Pero los judíos  decentes de Buenos Aires tampoco 
tendrían que yacer entre prostitutas.  Compartieron su inquietud con 
José Talmud, quien, como líder de Socorros  Mutuos, ocupaba la cabecera 
de su propia comisión directiva.
—Se  acuestan con ellas cuando están vivas —sentenció José—, ¿por qué no acurrucarse  en sus brazos cuando están muertas?
Finalmente
  se llegó a un acuerdo. Se construiría, hacia el fondo del terreno, un 
muro  idéntico al que rodeaba la necrópolis, delimitando así un segundo 
cementerio  que en realidad sería parte del primero: técnica pero no halájicamente, que  es como los judíos resuelven todos los problemas que se les presentan.
                    El  muro existente tenía dos metros escasos de 
altura, una barrera funcional  destinada a proteger un espacio sagrado. 
La instalación de un cementerio judío  en una ciudad obsesionada con sus
 muertos había indicado un nivel de aceptación  con el que las 
Congregaciones Unidas solo se habían atrevido a soñar. Y habían  querido
 demostrar su buena voluntad en el diseño.
                    Pero  ser aceptados un día no significa que nos 
darán la bienvenida al día  siguiente... y los judíos de Buenos Aires no
 pudieron resistir la tentación de  hacer planes para épocas oscuras. De
 modo que sobre aquel muro modesto  levantaron otros dos metros de reja 
de hierro forjado, cada barrote coronado  por una flor de lis. Todas 
esas puntas y aristas a cuatro metros del suelo le  dieron al muro una 
sensación de rechazo, un carácter desgarrapantalones y una  altura 
imposible de escalar. Las Congregaciones Unidas se permitieron un  
destello de grandeza en la entrada, con columnas y coronada por una 
cúpula.  Antes de lograr el equilibrio entre ellos, los judíos lo habían
 alcanzado con  el mundo exterior.
                    Dos  grupos de miembros de comisiones directivas se 
encontraban de pie observando  la construcción del nuevo muro. El rabino
 de la sinagoga occidentalizada había  rehusado asistir. Era el joven 
rabino a la vieja usanza el que se paseaba  nerviosamente, asegurándose 
de que ciertos estándares fueran respetados y  horrorizado de 
encontrarse presidiendo la ceremonia.
                    Cuando  la argamasa se secó, los directivos de las 
Congregaciones Unidas regresaron  para la instalación de la reja. Se 
sorprendieron al ver a los proxenetas  reunidos de su lado. Era un 
panorama que aquellos judíos honrados habían  esperado no volver a ver 
jamás. Una hilera de afamados rufianes de Socorros  Mutuos estaba frente
 a ellos, incluyendo al todavía robusto Hezzi Doble Filo, a  Coco 
Burstein y a Hayim-Moshe «el Tuerto» Weiss. A las espaldas de José 
Talmud  se erguía el muy corpulento y muy legendario Shlomo el Alfiler.
—El  muro ya es lo suficientemente alto —dijo José Talmud—. La reja es un insulto  innecesario.
Los
  judíos de las Congregaciones Unidas no pensaban que fuera un insulto; 
pensaban  que se complementaría agradablemente con la reja que rodeaba 
el cementerio.  Varias feas amenazas ya estaban implícitas. José no tuvo
 necesidad de agregar  nada más. Señaló el muro y se limitó a decir:
—Esta  será toda la separación.
Los
 judíos decentes pusieron caras largas. Miraron al rabino, pero él  no 
pudo apoyarlos. Un sólido muro de dos metros era una separación según  
cualquier parámetro: bastaría para una mechitza o un sukkah o
  para acorralar a un buey corneador. Mientras se discutían los puntos 
más  delicados, José Talmud hizo una seña. Un nervioso Doble Filo empezó
 a acercarse  y Shlomo el Alfiler cerró los dedos de su mano derecha en 
un puño apretado como  un garrote. Feigenblum, primer presidente de las 
Congregaciones Unidas y padre  del segundo, vio la maniobra por el 
rabillo del ojo. Consideró que era un  momento excelente para acatar la 
palabra del joven rabino e iniciar una rápida  huida.
                    Los  proxenetas no querían ser ciudadanos de 
segunda, como tampoco querían serlo sus  hermanos que habían exigido la 
construcción del muro. Cuando tuvieron que  colocar la fachada de su 
cementerio ordenaron una réplica —pero un metro más  alta— de la gran 
entrada con cúpula que daba la bienvenida a los deudos del  lado de las 
Congregaciones Unida.
                    Gracias  a Dios, una vez más, todo llegó a buen 
término. José Talmud pudo morir en paz y  ahorrarse ver a sus dos hijos,
 ambos abogados, recibiendo a Kadish en el living  de sus grandes casas y
 negando su origen. Lo mismo ocurrió en los encuentros  con la hija del 
Tuerto y el hijo de Henya el Mudo. Todo lo que esos hijos  tenían había 
sido obtenido y pagado a la manera de Socorros Mutuos.
                  Fue
  Lila Finkel —de cuya madre, Bryna la Vagina, se decía que era dueña de
 una  perspicacia incisiva y también de una concha de oro puro— quien se
 hizo cargo  de desasnar a Kadish.
—Respirá hondo —dijo Lila. Kadish obedeció—. ¿Podés olerlo en el aire?  —le preguntó.
Kadish pensó  que podía.
—Así
 huele la  buena fortuna, Poznan. Estamos en temporada de prosperidad y 
nunca nos había  ocurrido antes, por lo menos no de esta manera.
Era
 el apogeo de Evita, de la liberación de los  obreros, de los 
descamisados. Las fábricas estaban en pleno ascenso con Perón,  y Lila 
le describió a Kadish el cuadro de la clase media ascendiendo con ellas 
 y haciendo lugar para los judíos. Todo lo que le pedía era que se 
uniera a  ellos y mirara hacia el futuro. No había ninguna razón para 
remover recuerdos  desagradables y ya olvidados. Kadish no se dejaba 
convencer y la paciencia de  Lila comenzaba a agotarse.
—Pensá
 un poco —dijo, dándose un golpecito seco en  la sien—. ¿A quién le va 
mejor? —Otra adivinanza—. ¿Al hombre sin futuro o al  hombre sin pasado?
 Por eso levantaron el muro. Para que un buen día los judíos  pudieran 
unirse y nosotros pudiéramos entrar en el cementerio de las  
Congregaciones Unidas con alegría, no con tristeza, y para que todos 
nosotros,  mirando ese muro, pudiéramos olvidar juntos lo que hay del 
otro lado.
                    Salvo  que a Kadish Poznan el futuro no le parecía 
más brillante que el pasado.  Todavía no había conocido a Liliana ni se 
había casado con ella, y faltaba  mucho para el nacimiento de su hijo. 
Al no poder visitar la tumba de Favorita,  su madre, Kadish no tenía 
absolutamente a nadie.
—¿Y
  qué? —dijo Lila—. En la historia de todos los pueblos hay épocas que 
es mejor  olvidar. Esta es la nuestra, Poznan. Dejala ir.
Entre
  los hijos que no reconocían la existencia de sus padres había otro, 
aparte de  Lila, que se había sentido muy molesto por lo que Kadish 
decía. Cuando volvió  al cementerio y se agachó para entrar, Kadish 
descubrió que habían agregado una  cadena a la puerta, hecho una 
soldadura al tuntún y, como última medida, usado  alquitrán para tapar 
los agujeros de ambas cerraduras. Le dio una patada que  hizo retumbar 
la cúpula y asustó a una paloma que salió volando de lo alto.  Kadish 
recordó lo que Lila le había dicho y volvió al sector de las  
Congregaciones Unidas. Entró por la puerta siempre abierta, cruzó los 
cuidados  senderos hasta llegar... y llegó, raspándose los zapatos 
contra el ladrillo al  trepar el muro. Allí encaramado y contemplando el
 sector de Socorros Mutuos,  Kadish se preguntó si alguna vez habrían 
levantado un muro que nadie se las  hubiera ingeniado para cruzar. Aquel
 no era precisamente un desafío. No  pretendía detener a los vivos, sino
 separar a los muertos.
                    Fue  una buena solución para Kadish y, cuando se 
propagó el rumor, para el resto de  la comunidad judía a ambos lados del
 muro. De tanto en tanto divisaban a Kadish  trepando hacia el sector de
 Socorros Mutuos o dejándose caer, ya de regreso,  entre las parcelas de
 las Congregaciones Unidas. Pero nadie se dio jamás por  aludido. 
Capaces como eran de olvidar hasta al último muerto enterrado en ese  
cementerio de rufianes, no les resultó difícil sumar a uno más. A partir
 de  entonces, fue como si no existiera. Los judíos también se olvidaron
 de Kadish  Poznan.
                    Y  las cosas continuaron de ese modo durante mucho, 
muchísimo tiempo. Así  trataban a Kadish cuando se enamoró de Liliana, y
 cuando ella, Dios la  bendiga, se enamoró de él. Los judíos de Buenos 
Aires hicieron lugar para ella  en su olvido: no era un asunto menor, 
teniendo en cuenta que su familia  militaba en las filas de las 
Congregaciones Unidas. (Lamentablemente, también sus  padres se 
plegaron. ¿Qué se hace con una hija que insiste en casarse con el  hijo 
de una puta? ¿Por qué Liliana se había buscado al único judío orgulloso 
 de ser hijo de una prostituta?) Y así continuó la situación para ellos 
cuando  Evita murió dos años más tarde, y continuaba igual cinco años 
después, cuando  Perón fue derrocado. Las visitas de Kadish a la tumba 
de su madre se volvieron  más frecuentes después del nacimiento de Pato.
 Su madre era el único eslabón  inquebrantable con el pasado.
                    Ni  siquiera el nombre de Kadish le había sido 
puesto por su familia; el joven  rabino lo había elegido y esa 
amabilidad a medias era lo máximo que le habían  ofrecido los judíos 
honestos. Enfermizo, débil y por puro instinto de  supervivencia, Kadish
 consiguió pasar su primera semana de vida a duras penas.  Su madre —una
 mujer creyente— pidió que llamaran al rabino a la casa de José  Talmud 
para salvarlo. El rabino no cruzó el umbral. Parado al rayo del sol en  
la calle Ombú, vislumbró en el vestíbulo al bebé en brazos de Favorita. 
Su  juicio fue instantáneo:
—Que
  su nombre sea Kadish para alejar al ángel de la muerte. Un truco y una
  bendición. Que este niño sea el que llora y no el que es llorado.
Suponiendo
 una paternidad ausente más allá del acto físico (y comercial),  el 
rabino dio a Kadish el apellido que acompaña la leyenda: por Poznan 
sabemos  que el retoño nacido de varón con prostituta no resultará 
bueno. Favorita  repitió el nombre: Kadish Poznan. Lo alejó apenas de su
 cuerpo y lo dio vuelta,  como si fuera a tomarle las medidas. El rabino
 no sonrió ni se despidió.  Simplemente retrocedió hasta la 
alcantarilla, sintiendo que le había hecho un  bien al niño. Que el 
nombre de Kadish lo salvara. Y si el niño era honrado,  que se liberara 
del apellido por sus propios medios.
                    De haber sabido el origen de su nombre, Kadish no se
 habría sentido  condenado. Era feliz con su familia. Creía en un futuro
 brillante para su hijo.  Y por mucho que le crujiesen las rodillas 
cuando trepaba ese muro, por muy  livianamente y con muy poco jadeo que 
intentara aterrizar, tampoco había  abandonado su propia esencia. Si 
ella lo hubiera reconocido en los veinticinco  años transcurridos, 
Kadish le habría dicho a Lila Finkel que en parte tenía  razón. Por dura
 que fuese la vida, tenía sentido vivirla con un poco de  esperanza. 
Quizá por eso Kadish nunca había necesitado a sus congéneres judíos  ni 
ellos a él.
                    Ese  equilibrio se mantuvo en la época de los 
Montoneros y el ERP Y después del  derrocamiento de Onganía. Durante 
esas dos décadas la comunidad prosperó y  alcanzó cierto estatus. Y 
Kadish estaba convencido de que él habría prosperado  más que nadie si 
alguno de sus proyectos hubiera resultado.
                    Los  judíos no sintieron gran necesidad de confiar y
 alegrarse cuando Perón volvió  al poder. Seguramente eso no los hizo 
pensar en el tratamiento que le habían  dado a Kadish Poznan durante 
todos esos años. La comunidad dio un respingo  colectivo cuando, en el 
recibimiento de Perón, se produjo una masacre entre la  multitud que 
había acudido a darle la bienvenida. Hubo algunos en Once y Villa  
Crespo que agitaron las rodillas nerviosamente durante el breve reinado 
de  Perón, y hubo dos hermanos en dos grandes casas en Palermo que 
empezaron a  comerse las uñas en serio cuando murió.
                    Perón  dejó a su pueblo con una bailarina de cabaret
 en la Casa Rosada, incapaz de  conducirlo. En esa época de gran 
incertidumbre y rumores ominosos, algunos  afortunados empezaron a temer
 que los envidiosos y mal dispuestos hurgaran en  el pasado. Aunque los 
cadáveres aumentaban, no había entierros. Fue un período  definido más 
por lo que sacó a la luz que por cualquier otra cosa. Tantos  secretos 
se desenterraban en Buenos Aires que cualquiera podía tropezarse con  
alguno por accidente. Fue entonces cuando los hijos de Socorros Mutuos 
reconocieron  lo que Kadish había sabido desde siempre: el muro que 
separaba los dos  cementerios no era tan alto. Tan desesperados estaban 
entonces por que no los  vincularan con Socorros Mutuos que recurrieron 
al único que no había abandonado  aquel oprobio. Contrataron a Kadish 
Poznan para que traspasara el muro. Le  pagaron muy buen dinero para 
borrar los nombres.
Pato
  se agachó detrás de la lápida de Hezzi. Clavó las rodillas en la 
tierra y  apretó el hombro contra la piedra. Merrándola por los 
costados, se abrazó a  ella, listo para el primer golpe de Kadish. Pato 
ofrecía resistencia.
—Es  para lo único que servís —había dicho Kadish—. Tendríamos que aprovecharlo.
Era
  un trabajo delicado. Kadish no quería derribar esa lápida. y a Pato le
 gustaba  escabullirse de su padre cada vez que podía. No quería estar 
ahí. No quería  cruzar el cementerio de las Congregaciones Unidas, no 
quería cargar la caja de  las herramientas ni trepar el muro. No quería 
tomar parte en los planes  ridículos, perversos y desprolijos de su 
padre. A sus diecinueve años, ya en la  universidad, Pato estudiaba 
sociología e historia, cosas importantes que solo  se pueden aprender en
 un ámbito universitario. No tenía interés en el mundo  rufianesco del 
que provenía Kadish.
                  Para
  llegar a algún lado con semejante hijo era mejor hacer lo que hacía 
Kadish y  considerar la presencia de Pato como un signo de aquiescencia.
 Kadish no  esperaba mucho más. Para un muchacho que quiere dar la 
imagen de un tipo rudo e  independiente y quiere creer, mientras está en
 presencia de su padre, que es  un hombre que se ha hecho solo, ciertas 
emociones son confusas y vergonzosas.  Pato intentaba mantenerlas a 
raya. A pesar de los numerosos rasgos de carácter  que no podía tolerar,
 de los infinitos puntos de desacuerdo y de los choques  cotidianos, 
debajo de todo aquello y desafiando toda lógica, Kadish era el padre  
que amaba.
—Dale  —dijo Pato, empujando contra el mármol—. Pegale de una buena vez. Terminemos  con esto.
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Nathan Englander (Nueva York, 1970) es un escritor 
judeo - norteamericano.
Fue seleccionado
 por la revista The New Yorker como uno de los "21 novelistas del siglo 
XXI", publicó en medios reconocidos como The Atlantic Monthly, y sus relatos se 
incluyeron en diversas antologías como The Best American Short Stories. En 1999 se editó la colección de relatos "Para el alivio de insoportables impulsos". Vive en Nueva York.
Ministerio de casos Especiales (Mondadori, 2009) se encuentra disponible en nuestra Biblioteca.